Por Andrés Rodelo*
Lo mejor (para los
grandes estudios) y lo peor (para el público) es que un blockbuster encuentre
los huevos de la gallina de oro. Cuando estas superproducciones consiguen
balancear la ambiciosa disyuntiva de éxito comercial y de crítica (cada vez más
perseguida, un síntoma saludable), Hollywood aprovecha para sacudirse el polvo
de la mala reputación que ensucia su lujoso vestido y sentencia a los cuatro
vientos: “¡Entretengo, pero también soy artista!”.
Y claro, nosotros lo celebramos, especialmente quienes
declaramos que el cine crispetero puede alcanzar altas cotas de calidad. Es
allí cuando señalamos los carteles de las películas con pasión en Internet y
gritamos a los mamertos: “¡Miren esta joya!, ¡recapaciten ya!”. Luego
Hollywood, embriagado por rentabilizar la mitología que tanto gustó, ordena:
“Hagamos una secuela. La gente lo quiere”, y ahí es donde el aplauso del fan
(por lo menos el mío) se detiene.
Se detiene no porque, necesariamente, la secuela vaya a
ser mala, sino porque la experiencia nos indica que prolongar las sagas hasta
el exceso las vuelve predecibles. Cada secuela explota la fórmula exitosa de la
anterior (¡los malditos huevos de oro!) hasta que la novedad se va por el
desagüe, hasta que todo cae en un bucle agotador de déjà vus. De ahí la
retromanía enfermiza que hoy nos invade. Claro, hay excepciones, pero esta
regla campa a sus anchas en Hollywood.
Esto es lo que ocurre con Star Trek: Sin Límites, la
tercera entrega del relanzamiento de la mítica saga televisiva ideada por Gene
Roddenberry, que inició su andadura en el 2009 con Star Trek, seguida en el 2013
por Star Trek: En la Oscuridad,
dos películas soberbias, que se apropiaban del material original para llevarlo
por otros derroteros, haciendo de la aventura intergaláctica y de la
caracterización (encantadora) de los personajes su piedra angular.
Las circunstancias que rodearon la producción de Sin Límites anticipaban un cambio, era difícil
saber qué cambiaría, pero algo no sería igual: primero, J.J. Abrams, el
director de las primeras dos cintas, daba un paso al costado y llegaba Justin
Lin en su reemplazo; segundo, el actor Simon Pegg, quien interpreta al
personaje de Scotty, asumía el rol de guionista junto con Doug Jung. Por más
que algunos se empecinen con que Hollywood hace las películas como fabricando
salchichas, es hora de que tomen consciencia de que los creativos, la gente
involucrada, marca la diferencia.
Personalmente, iba a bordo de una montaña rusa de ensueño: fascinado por la
primera estación (Star Trek) y asombrado de que la segunda catapultara
la excelencia ya demostrada hasta lo más alto (En la Oscuridad) para
luego caer en un descenso (Sin Límites) que no me provocó náuseas ni
vértigo, sino desinterés, apatía, una experiencia poco memorable, que pasó por
mi lado sin siquiera rozarme.
Por un lado, la trama central es un eco constante de las
anteriores: la amenaza del terrorista exiliado, que otrora fue bueno y ahora
quiere cebarse con la utopía de la Federación, y lo más imperdonable: que se
deshaga del espíritu que puso en mi corazón las entregas previas: la comedia de
enredos, los mágicos desencuentros entre los personajes, esa perspectiva desde
la cual la obra es inconcebible sin el encanto de sus protagonistas. Aquí las
relaciones se sienten frías, aburridas, diplomáticas y, por ende, las
caracterizaciones, fallidas, dan una sensación de vacío, de entes acartonados.
Que no se entienda como un apego irracional a las
esencias, el problema es que la nueva propuesta no cuaja. Los chistes dan pena
y extrañé las carcajadas que me provocó la saga antes, convertidas ahora en
risas desganadas. Quizás, el único momento de magia sea el musicalizado por
Sabotage, de los Bestie Boys. Lo demás avanza en piloto automático, lo que es
imperdonable si manejas los mandos del Enterprise.
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