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domingo, 24 de noviembre de 2013

Por qué no soy cristiano (I)

Las memorias de esta conferencia, dictada en 1927 por el matemático Bertrand Russell, constituyen una de las más respetuosas y a la vez demoledoras críticas jamás hechas a la religión cristiana. Partiendo del trabajo de Josefina Martínez Alinari, presentamos esta versión corregida de la traducción.

Todas las sombras, Por qué no soy cristiano

El tema del que voy a hablarles esta noche es por qué no soy cristiano. Quizás debería, en primer lugar, intentar establecer qué quiere uno decir con la palabra cristiano. Esta es utilizada en nuestros días en un sentido muy impreciso por un gran número de gente. Algunas personas no quieren decir con ello más que alguien que intenta vivir una buena vida. En ese caso supongo que habría cristianos en todas las sectas y credos; pero no creo que ese sea el significado correcto de la palabra, aunque sólo sea porque eso implicaría que toda la gente que no es cristiana -todos los budistas, confucionistas, musulmanes, y demás- no intentan vivir una buena vida. No me refiero con cristiano a cualquier persona que procure vivir decentemente según su propio criterio. Pienso que debes tener un cierto número de creencias definidas antes de poder llamarte a ti mismo cristiano. La palabra ya no tiene un significado tan preciso ahora como el que tenía en la época de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. En aquellos días, si un hombre decía que era cristiano se sabía lo que quería decir. Aceptabas un completo conjunto de creencias establecidas con gran precisión, y creías en todas y cada una de las sílabas de ese credo con total convicción. 

¿Qué es un cristiano?

Actualmente ya no es así. Debemos ser un poco más imprecisos al referirnos al cristianismo. Creo, sin embargo, que hay dos elementos diferentes que son esenciales para cualquiera que se considere cristiano. El primero es de naturaleza dogmática -específicamente, que debe creer en dios y en la inmortalidad. Si no cree en esas dos cosas no considero que pueda llamarse cristiano. Más allá de eso, como su propio nombre implica, usted debe tener algún tipo de creencia sobre Cristo. Los musulmanes, por ejemplo, también creen en dios y en la inmortalidad, y sin embargo no se llamarían a sí mismos cristianos. Creo que debe tener como mínimo la creencia de que Cristo era, si no divino, al menos el mejor y el más sabio de los hombres. Si no va usted a creer en Cristo hasta ese punto no creo que tenga ningún derecho a denominarse cristiano. Por supuesto, hay otro significado, que pueden encontrar en el Almanaque Whitaker y en libros de geografía, donde se dice que la población del mundo se divide entre cristianos, musulmanes, budistas, idólatras y otros; y en ese sentido todos nosotros somos cristianos. Los libros de geografía nos incluyen a todos nosotros, pero ese es un sentido puramente geográfico que supongo podemos ignorar. Por lo tanto, considero que cuando les digo por qué no soy cristiano debo decirles dos cosas diferentes: primero, por qué no creo en dios ni en la inmortalidad; y segundo, por qué no creo que Cristo fuese el mejor y más sabio de los hombres, aunque le otorgo un grado muy alto de bondad moral. 
Pero por los exitosos esfuerzos de los no creyentes en el pasado, no podría tomar una definición tan elástica del cristianismo como esa. Como he dicho antes, esa palabra tenía antaño un significado mucho más específico. Por ejemplo, incluía la creencia en el infierno. Creer en la eterna llama del infierno era un elemento esencial en el credo cristiano hasta hace muy poco. En este país, como ustedes saben, creer en el infierno dejó de ser un elemento esencial gracias a una decisión del Consejo Privado, a la que se opusieron el arzobispo de Canterbury y el arzobispo de York; sin embargo en este país nuestra religión es establecida por Acto Parlamentario, y por lo tanto el Consejo Privado fue capaz de modificar sus gracias y el infierno dejó de ser necesario para los cristianos. Consecuentemente no insistiré en que un cristiano debe creer en el infierno. 

La existencia de Dios

Para llegar a esta cuestión sobre la existencia de Dios: se trata de una cuestión grande y seria, y si intentase tratarla de un modo adecuado debería retenerles a ustedes aquí hasta la llegada del reino, por lo que tendrán que excusarme si la abordo de un modo algo esquemático. Ustedes saben, por supuesto, que la Iglesia Católica ha establecido como dogma que la existencia de Dios puede ser probada mediante la razón pura. Es un dogma algo curioso, pero es uno de sus dogmas. Tuvieron que introducirlo porque llegó un momento en el que los librepensadores adoptaron la costumbre de decir que había tantos y tantos argumentos que la mera razón alegaría contra la existencia de Dios, pero por supuesto ellos sabían por una cuestión de fe que Dios existía. Los argumentos y las razones fueron descritos en modo muy extenso, y la Iglesia Católica sentía que debía pararlo. Por lo tanto determinaron que la existencia de Dios puede ser probada mediante la razón pura y tuvieron que establecer los argumentos que según ellos lo demostraban. Hay unos cuantos, por supuesto, pero yo solo tomaré unos pocos. 

El argumento de la primera causa

Quizás el más simple y fácil de comprender es el argumento de la primera causa (sostiene que todo lo que vemos en este mundo tiene una causa, y a medida que retrocedemos más y más lejos en la cadena de causas debemos llegar a una primera causa, y a esa primera causa le damos el nombre de Dios). Ese argumento, supongo yo, no tiene mucho peso hoy en día, porque, en primer lugar, ya no es lo que solía ser. Los filósofos y los hombres de ciencia han trabajado sobre el concepto de causa y este ya no tiene la vitalidad que tenía antes; pero, aparte de eso, pueden ver que el argumento de que debe haber una primera causa no puede tener ninguna validez. Podría decir que cuando yo era joven y reflexionaba muy seriamente sobre estas cuestiones, durante mucho tiempo acepté el argumento de la primera causa, hasta que un día, con 18 años, leí la autobiografía de John Stuart Mill, y allí encontré esta frase: "mi padre me enseñó que la pregunta ‘¿quién me hizo?’ no tiene respuesta, dado que conduce inmediatamente a la siguiente cuestión ‘¿quién hizo a Dios?’" Esa frase tan sencilla me enseñó, tal y como sigo pensando, la falacia en el argumento de la primera causa. Si todo debe tener una causa, entonces Dios debe tener una causa. Si puede haber algo sin causa, este algo puede ser tanto el mundo como Dios, por lo que no puede haber ninguna validez en ese argumento. Es algo de la misma naturaleza que la visión hinduista de que el mundo descansa sobre un elefante y el elefante sobre una tortuga; y cuando les preguntaron "¿y qué pasa con la tortuga?" los indios dijeron “¿y si cambiamos de tema?”. El argumento no es realmente mejor que ese. No hay razón por la cual el mundo no haya podido surgir sin una causa; ni, por otro lado, hay ninguna razón por la cual no haya podido existir siempre. No hay razón para suponer que el mundo haya tenido un principio. La idea de que las cosas deben tener un principio se debe realmente a la pobreza de nuestra imaginación. Por lo tanto, quizás, no necesito perder más tiempo en el argumento de la primera causa. 

El argumento de la ley natural

Luego hay un argumento muy común derivado de la ley natural. Fue un argumento favorito durante el siglo XVIII, especialmente bajo la influencia de Sir Isaac Newton y su cosmogonía. La gente observó los planetas que giraban en torno del sol, de acuerdo con la ley de gravitación, y pensó que Dios había dado un mandato a aquellos planetas para que se moviesen así y que lo hacían por aquella razón. Aquella era, claro está, una explicación sencilla y conveniente que evitaba el buscar nuevas explicaciones de la ley de la gravitación en la forma un poco más complicada que Einstein ha introducido. Yo no me propongo dar una conferencia sobre la ley de la gravitación, de acuerdo con la interpretación de Einstein, porque eso también llevaría algún tiempo; sea como fuere, ya no se trata de la ley natural del sistema newtoniano, donde, por alguna razón que nadie podía comprender, la naturaleza actuaba de modo uniforme. Ahora sabemos que muchas cosas que considerábamos como leyes naturales son realmente convenciones humanas. Sabemos que incluso en las profundidades más remotas del espacio estelar la yarda sigue teniendo tres pies. Eso es, sin duda, un hecho muy notable, pero no se le puede llamar una ley natural. Y otras muchas cosas que se han considerado como leyes de la naturaleza son de esa clase. Por el contrario, cuando se tiene algún conocimiento de lo que los átomos hacen realmente, se ve que están menos sometidos a la ley de lo que se cree la gente y que las leyes que se formulan no son más que promedios estadísticos producto del azar. Hay, como todos sabemos, una ley según la cual en los dados sólo se obtiene el seis doble aproximadamente cada treinta y seis veces, y no consideramos eso como la prueba de que la caída de los dados esté regulada por un plan; por el contrario, si el seis doble saliera cada vez, pensaríamos que había un plan. Las leyes de la naturaleza son así en gran parte de los casos. Hay promedios estadísticos que emergen de las leyes del azar; y esto hace que la idea de la ley natural sea mucho menos impresionante de lo que era anteriormente. Y aparte de eso, que representa el momentáneo estado de la ciencia que puede cambiar mañana, la idea de que las leyes naturales implican un legislador se debe a la confusión entre las leyes naturales y las humanas. Las leyes humanas son preceptos que le mandan a uno proceder de una manera determinada, preceptos que pueden obedecerse o no; pero las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren realmente las cosas y, como son una mera descripción, no se puede argüir que tiene que haber alguien que les dijo que actuasen así, porque, si supusiéramos tal cosa, nos veríamos enfrentados con la pregunta «¿por qué Dios hizo esas leyes naturales y no otras?», si se dice que lo hizo por su propio gusto y sin ninguna razón, se hallará entonces que hay algo que no está sometido a la ley, y por lo tanto el orden de la ley natural queda interrumpido. Si se dice, como hacen muchos teólogos ortodoxos, que, en todas las leyes divinas, hay una razón de que sean ésas y no otras —la razón, claro está, de crear el mejor universo posible, aunque al mirarlo uno no lo pensaría así—; si hubo alguna razón de las leyes que dio Dios, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por lo tanto, no hay ninguna ventaja en presentar a Dios como un intermediario. Realmente, se tiene una ley exterior y anterior a los edictos divinos y Dios no nos sirve porque no es el último que dicta la ley. En resumen, este argumento de la ley natural ya no tiene la fuerza que solía tener. Estoy realizando cronológicamente mi examen de los argumentos. Los argumentos usados en favor de la existencia de Dios cambian de carácter con el tiempo. Al principio, eran duros argumentos intelectuales que representaban ciertas falacias completamente definidas. Al llegar a la época moderna, se hicieron menos respetables intelectualmente y estuvieron cada vez más influidos por una especie de vaguedad moralizadora. 

El argumento del plan

El paso siguiente nos lleva al argumento del plan. Todos conocen el argumento del plan: todo en el mundo está hecho para que podamos vivir en él, y si el mundo variase un poco, no podríamos vivir. Ese es el argumento del plan. A veces toma una forma curiosa; por ejemplo se arguyó que los conejos tienen las colas blancas con el fin de que se pueda disparar más fácilmente contra ellos. No sé cómo verían los conejos esta aplicación. Es fácil parodiar este argumento. Todos conocemos la observación de Voltaire de que la nariz estaba destinada a sostener las gafas. Esa clase de parodia no ha resultado tan desatinada como parecía en el siglo XIII, porque, desde Darwin, entendemos mucho mejor por qué las criaturas vivas se adaptan al medio. No es que el medio fuera adecuado para ellas, sino que ellas se hicieron adecuadas al medio, y esa es la base de la adaptación. No hay en ello ningún indicio de plan.  
Cuando se examina el argumento del plan, es asombroso que la gente pueda creer que este mundo, con todas las cosas que hay en él, con todos sus defectos, fuera lo mejor que la omnipotencia y la omnisciencia han logrado producir en millones de años. Yo realmente no puedo creerlo. Creen que, si tuvieran la omnipotencia y la omnisciencia y millones de años para perfeccionar el mundo, ¿no producirían nada mejor que el Ku-Klux-Klan o los fascistas? Además, si se aceptan las leyes ordinarias de la ciencia, hay que suponer que la vida humana y la vida en general de este planeta desaparecerán a su debido tiempo: es una fase de la decadencia del sistema solar; en una cierta fase de decadencia se tienen las condiciones y la temperatura adecuadas al protoplasma, y durante un corto período hay vida en la vida del sistema solar. La luna es el ejemplo de lo que le va a pasar a la tierra; se va a convertir en algo muerto, frío y sin vida. 
Me dicen que este criterio es deprimente, y que si la gente lo creyese no tendría ánimo para seguir viviendo. No lo creo; es una tontería. Nadie se preocupa por lo que va a ocurrir dentro de millones de años. Aunque crean que se están preocupando por ello, en realidad se engañan a sí mismos. Se preocupan por cosas mucho más mundanas, aunque sólo sea una mala digestión; pero nadie es realmente desdichado al pensar lo que le va a ocurrir a este mundo dentro de millones de años. Por lo tanto, aunque es una triste opinión el suponer que va a desaparecer la vida —al menos, se puede pensar así, aunque, a veces, cuando contemplo las cosas que hace la gente con su vida, es casi un consuelo—, no es lo bastante para hacer la vida miserable. Sólo hace que la atención se vuelva hacia otras cosas.
 (...)

Todas las sombras, numeración

Por qué no soy cristiano (II)

Todas las sombras, Por qué no soy cristiano

Los argumentos morales de la deidad 

Ahora alcanzamos una fase más en lo que yo llamaré la incursión intelectual que los teístas han hecho en sus argumentaciones, y nos vemos ante los llamados argumentos morales de la existencia de Dios. Saben, claro está, que antiguamente solía haber tres argumentos intelectuales de la existencia de Dios, los cuales fueron suprimidos por Immanuel Kant en la Crítica de la Razón Pura; pero no bien había terminado con estos argumentos cuando encontró otro nuevo, un argumento moral, que le convenció. Era como mucha gente: en las materias intelectuales era escéptico, pero en las morales creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado. Eso ilustra lo que los psicoanalistas ponen tanto de relieve: la fuerza inmensamente mayor que tienen en nosotros las asociaciones primitivas sobre las posteriores. Kant, como dije, inventó un nuevo argumento moral de la existencia de Dios, que en diversas formas fue extremadamente popular durante el siglo XIX. Tiene toda clase de formas. Una de ellas es decir que no habría bien ni mal si Dios no existiera. Por el momento no me importa el que haya o no una diferencia entre el bien o el mal: esa es otra cuestión. Lo que me importa es que, si se está plenamente convencido de que hay una diferencia entre el bien y el mal entonces uno se encuentra en esta situación: ¿esa diferencia se debe o no al mandato de Dios? Si se debe al mandato de Dios, entonces para Dios no hay diferencia entre el bien y el mal, y ya no tiene significado la afirmación de que Dios es bueno. Si se dice, como hacen los teólogos, que Dios es bueno, entonces hay que decir que el bien y el mal deben tener un significado independiente del mandato de Dios, porque los mandatos de Dios son buenos y no malos independientemente del mero hecho de que los hiciera. Si se dice eso, entonces hay que decir que el bien y el mal no se hicieron por Dios, sino que son en esencia lógicamente anteriores a Dios. Se puede, claro está, si se quiere, decir que hubo una deidad superior que dio órdenes al Dios que hizo este mundo, o, para seguir el criterio de algunos gnósticos —un criterio que yo he considerado muy plausible—, que, en realidad, el mundo que conocemos fue hecho por el demonio en un momento en que Dios no estaba mirando. Hay mucho que decir en cuanto a esto, y no pienso refutarlo. 

El argumento del remedio de la justicia

Luego hay otra forma muy curiosa de argumento moral que es la siguiente: se dice que la existencia de Dios es necesaria para traer la justicia al mundo. En la parte del universo que conocemos hay gran injusticia, y con frecuencia sufre el bueno, prospera el malo, y apenas se sabe qué es lo más enojoso de todo esto; pero si se va a tener justicia en el universo en general, hay que suponer una vida futura para compensar la vida de la tierra. Por lo tanto, dicen que tiene que haber un Dios, y que tiene que haber un cielo y un infierno con el fin de que a la larga haya justicia. Ese es un argumento muy curioso. Si se mira el asunto desde un punto de vista científico, se diría: «después de todo, yo sólo conozco este mundo. No conozco el resto del universo, pero, basándome en probabilidades, puedo decir que este mundo es un buen ejemplo, y que si hay injusticia aquí, lo probable es que también haya injusticia en otra parte». Supongamos que se tiene un cajón de naranjas, y al abrirlas la capa superior resulta mala; uno no dice: «las de abajo estarán buenas en compensación». Se diría: «probablemente todas son malas»; y eso es realmente lo que una persona científica diría del universo. Diría así: «en este mundo hay gran cantidad de injusticia y esto es una razón para suponer que la justicia no rige el mundo; y en este caso proporciona argumentos morales contra la deidad, no en su favor». Claro que yo sé que la clase de argumentos intelectuales de que he hablado no son realmente los que mueven a la gente. Lo que realmente hace que la gente crea en Dios no son los argumentos intelectuales. La mayoría de la gente cree en Dios porque les han enseñado a creer desde su infancia temprana, y esa es la razón principal. 
Luego, creo que la razón más poderosa e inmediata después de ésta es el deseo de seguridad, la sensación de que hay un hermano mayor que cuidará de uno. Esto desempeña un papel muy profundo en provocar el deseo de la gente de creer en Dios.

El carácter de Cristo 

Ahora quiero decir unas pocas palabras acerca de un asunto que creo que no ha sido suficientemente tratado por los racionalistas, y que es la cuestión de si Cristo era el mejor y el más sabio de los hombres. Generalmente, se da por sentado que todos debemos estar de acuerdo en que era así. Yo no lo estoy. Creo que hay muchos puntos en que estoy de acuerdo con Cristo, muchos más que aquellos en que lo están los cristianos profesos. No sé si podría seguirle todo el camino, pero iría con Él mucho más lejos de lo que irían la mayoría de los cristianos profesos. Recuérdese que Él dijo: «no resistáis al mal: si alguno te hiriese en la mejilla derecha, vuelve también la otra». No es un precepto ni un principio nuevo. Lo usaron Lao-Tsé y Buda quinientos o seiscientos años antes de Cristo, pero este principio no lo aceptan los cristianos. No dudo que el actual primer ministro, por ejemplo, es un cristiano muy sincero, pero no les aconsejo que vayan a abofetearlo. Creo que hallarían que él pensaba que el texto tenía un sentido figurado. 
Luego, hay otro punto que considero excelente. Se recordará que Cristo dijo: «no juzguéis a los demás si no queréis ser juzgados». Ese principio creo que no se hallará en los tribunales de los países cristianos. Yo he conocido en mi tiempo muchos jueces que eran cristianos sinceros, y ninguno de ellos creía que actuaba en contra de los principios cristianos haciendo lo que hacía. Luego Cristo dice: «al que te pide, dale: y no le tuerzas el rostro al que pretenda de ti algún préstamo». Ese es un principio muy bueno. 
El presidente ha recordado que no estamos aquí para hablar de política, pero no puedo menos de observar que las últimas elecciones generales se disputaron en torno a lo deseable que era torcer el rostro al que pudiera pedirnos un préstamo, de modo que hay que suponer que los liberales y los conservadores de este país son personas que no están de acuerdo con las enseñanzas de Cristo, porque, en dicha ocasión, se apartaron definitivamente de ellas. 
Luego, hay otra máxima de Cristo que yo considero muy valiosa, pero que no es muy popular entre algunos de nuestros amigos cristianos. Él dijo: «si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres». Es una máxima excelente, pero, como dije, no se practica mucho. Considero que todas estas máximas son buenas, aunque un poco difíciles de practicarse. Yo no hago profesión de practicarlas; pero, después de todo, no es lo mismo que si se tratase de un cristiano. 

Defectos en las enseñanzas de Cristo 

Concediendo la excelencia de estas máximas, llego a ciertos puntos en los cuales no creo que uno pueda ver la superlativa virtud ni la superlativa bondad de Cristo, como son pintadas en los Evangelios; y aquí puedo decir que no se trata de la cuestión histórica. Históricamente, es muy dudoso que Cristo existiera, y, si existió, no sabemos nada acerca de Él, por lo cual no me ocupo de la cuestión histórica, que es difícil. Me ocupo de Cristo tal como aparece en los Evangelios, aceptando la narración como es, y allí hay cosas que no parecen muy sabias. Una de ellas es que Él pensaba que su segunda venida se produciría, en medio de nubes de gloria, antes que la muerte de la gente que vivía en aquella época. Hay muchos textos que prueban eso. Dice, por ejemplo: «no acabaréis de pasar por las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre». Luego dice: «en verdad os digo que hay aquí algunos que no han de morir antes que vean al Hijo del hombre aparecer en el esplendor de su reino»; y hay muchos lugares donde está muy claro que creía que su segundo advenimiento ocurriría durante la vida de muchos que vivían entonces. Tal fue la creencia de sus primeros discípulos, y fue la base de una gran parte de su enseñanza moral. Cuando dijo: «no andéis, pues, acongojados por el día de mañana» y cosas semejantes, lo hizo en gran parte porque creía que su segunda venida iba a ser muy pronto, y que los asuntos mundanos ordinarios carecían de importancia. En realidad, yo he conocido a algunos cristianos que creían que la segunda venida era inminente. Conocí a un sacerdote que aterró a su congregación diciendo que la segunda venida era inminente, pero todos quedaron muy consolados al ver que estaba plantando árboles en su jardín. Los primeros cristianos lo creían realmente, y se abstuvieron de cosas como la plantación de árboles en sus jardines, porque aceptaron de Cristo la creencia de que la segunda venida era inminente. En tal respecto, es claro que no era tan sabio como han sido otros, y desde luego, no fue superlativamente sabio. 

El problema moral

Luego, se llega a las cuestiones morales. Para mí, hay un defecto muy serio en el carácter moral de Cristo, y es que creía en el infierno. Yo no creo que ninguna persona profundamente humana pueda creer en un castigo eterno. Cristo, tal como lo pintan los Evangelios, sí creía en el castigo eterno, y uno encuentra repetidamente una furia vengativa contra los que no escuchaban sus sermones, actitud común en los predicadores y que dista mucho de la excelencia superlativa. No se halla, por ejemplo, esa actitud en Sócrates. Es amable con la gente que no le escucha; y eso es, a mi entender, más digno de un sabio que la indignación. Probablemente todos recuerdan las cosas que dijo Sócrates al morir y lo que decía generalmente a la gente que no estaba de acuerdo con él. 
Se hallará en el Evangelio que Cristo dijo: «¡serpientes, raza de víboras! ¿Cómo será posible que evitéis el ser condenados al fuego del infierno?» Se lo decía a la gente que no escuchaba sus sermones. A mi entender este no es realmente el mejor tono, y hay muchas cosas como éstas acerca del infierno. Está, por supuesto, el conocido texto acerca del pecado contra el Espíritu Santo: «pero quien hablase contra el Espíritu Santo, despreciando su gracia, no se le perdonará ni en esta vida ni en la otra». Ese texto ha causado una indecible cantidad de miseria en el mundo, pues las más diversas personas han imaginado que han cometido pecados contra el Espíritu Santo y pensado que no serían perdonadas en este mundo ni en el otro. No creo que ninguna persona un poco misericordiosa ponga en el mundo miedos y terrores de esta clase. 
Luego, Cristo dice: «enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán de su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad; y los arrojarán en el horno del fuego: allí será el llanto y el crujir de dientes». Y continúa extendiéndose con los gemidos y el rechinar de dientes. Esto se repite en un versículo tras otro, y el lector se da cuenta de que hay un cierto placer en la contemplación de los gemidos y el rechinar de dientes, pues de lo contrario no se repetiría con tanta frecuencia. Luego, todos ustedes recuerdan, claro está, lo de las ovejas y los cabritos; cómo, en la segunda venida, para separar a las ovejas y a los cabritos dirá a éstos: «apartaos de mí, malditos: id al fuego eterno». Y continúa: «y éstos irán al fuego eterno». Luego, dice de nuevo: «y si es tu mano derecha la que te sirve de escándalo o te incita a pecar, córtala y tírala lejos de ti; pues mejor te está que perezca uno de tus miembros, que no el que vaya todo tu cuerpo al infierno, al fuego que no se extingue jamás». Esto lo repite una y otra vez. Debo declarar que toda esta doctrina, que el fuego del infierno es un castigo del pecado, es una doctrina de crueldad. Es una doctrina que llevó la crueldad al mundo y dio al mundo generaciones de cruel tortura; y el Cristo de los Evangelios, si se le acepta tal como le representan sus cronistas, tiene que ser considerado en parte responsable de eso. 
Hay otras cosas de menor importancia. Está el ejemplo de los puercos de Gadar, donde ciertamente no fue muy compasivo para los puercos el meter diablos en sus cuerpos y precipitarlos colina abajo hasta el mar. Hay que recordar que era omnipotente, y simplemente pudo hacer que los demonios se fueran; pero eligió meterlos en los cuerpos de los cerdos. Luego está la curiosa historia de la higuera, que siempre me ha intrigado. Recuerdan lo que ocurrió con la higuera. «Tuvo hambre; y como viese a lo lejos una higuera con hojas, encaminose allá por ver si encontraba en ella alguna cosa: y llegando, nada encontró sino follaje; porque no era aún tiempo de higos; y hablando a la higuera le dijo: "nunca jamás coma ya nadie fruto de ti"... y Pedro... le dijo: "maestro, mira cómo la higuera que maldijiste se ha secado"». Esta es una historia muy curiosa, porque aquella no era la época de los higos, y en realidad, no se puede culpar al árbol. Yo no puedo pensar que, ni en virtud ni en sabiduría, Cristo esté tan alto como otros personajes históricos. En estas cosas, pongo por encima de Él a Buda y a Sócrates. 

El factor emocional

Como dije antes, no creo que la verdadera razón por la cual la gente acepta la religión tenga nada que ver con la argumentación. Se acepta la religión emocionalmente. Con frecuencia se nos dice que es muy malo atacar la religión porque la religión hace virtuosos a los hombres. Eso dicen; yo no lo he advertido. Conocen, claro está, la parodia de ese argumento en el libro de Samuel Butler, Erewhon Revisited. Recordarán que en Erewhon hay un tal Higgs que llega a un país remoto y, después de pasar algún tiempo allí, se escapa en un globo. Veinte años después, vuelve a aquel país y halla una nueva religión, en la que él mismo es adorado bajo el nombre de Niño Sol, que se dice ascendió a los cielos. Ve que se va a celebrar la Fiesta de la Ascensión y que los profesores Hanky y Panky se dicen que nunca han visto a Higgs, y esperan no verlo jamás; pero son los sumos sacerdotes de la religión del Niño Sol. Higgs se indigna y se acerca a ellos y dice: «voy a descubrir toda esta farsa y a decir al pueblo de Erewhon que fui únicamente yo, Higgs, que subí en un globo». Y le dijeron: «no puede hacer eso, porque toda la moral de este país gira en torno de ese mito, y si supieran que no subió a los cielos se harían malos»; y con ello le persuadieron para que se marchase silenciosamente. 
Esa es la idea: que todos seríamos malos si no tuviéramos la religión cristiana. A mí me parece que la gente que la tiene es, en su mayoría, extremadamente mala. Existe este hecho curioso: cuanto más intensa ha sido la religión de cualquier periodo, y más profunda la creencia dogmática, han sido mayor la crueldad y peores las circunstancias. En las llamadas edades de la fe, cuando los hombres realmente creían en la religión cristiana en toda su integridad hubo la Inquisición con sus torturas; hubo muchas desdichadas mujeres quemadas por brujas; y toda clase de crueldades practicadas en toda clase de gente en nombre de la religión. 
Uno halla, al considerar el mundo, que todo el progreso del sentimiento humano, que toda mejora de la ley penal, que todo paso hacia la disminución de la guerra, que todo paso hacia un mejor trato de las razas de color, que toda mitigación de la esclavitud, que todo progreso moral realizado en el mundo, ha sido obstaculizado constantemente por las iglesias organizadas del mundo. Digo deliberadamente que la religión cristiana, tal como está organizada en sus iglesias ha sido, y es aún, la principal enemiga del progreso moral del mundo. 

Cómo las Iglesias han retardado el progreso

Se puede pensar que voy demasiado lejos cuando digo que aún sigue siendo así. Yo no lo creo. Basta un ejemplo. Serán más indulgentes conmigo si lo menciono. No es un hecho agradable, pero las iglesias le obligan a uno a mencionar hechos que no son agradables. Supongamos que en el mundo actual una joven sin experiencia se casa con un sifilítico; en tal caso, la Iglesia Católica dice; «este es un sacramento indisoluble. Hay que aguantar en celibato o estar juntos para toda la vida. Y si se mantienen juntos, no podrán usar control natal para evitar traer al mundo hijos sifilíticos». Nadie cuya compasión natural no haya sido alterada por el dogma, o cuya naturaleza moral no sea absolutamente insensible al sufrimiento, puede mantener que es bueno y conveniente que continúe ese estado de cosas. 
Este no es más que un ejemplo. Hay muchos modos por los cuales, en el momento actual, la Iglesia, por su insistencia en lo que ha decidido en llamar moralidad, inflige a la gente toda clase de sufrimientos inmerecidos e innecesarios. Y claro está, como es sabido, en su mayor parte se opone al progreso y al perfeccionamiento en todos los medios de disminuir el sufrimiento del mundo, porque ha decidido llamar moralidad a ciertas estrechas reglas de conducta que no tienen nada que ver con la felicidad humana; y cuando se dice que se debe hacer esto o lo otro, porque contribuye a la dicha humana, estima que es algo completamente extraño al asunto. «¿Qué tiene que ver con la moral la felicidad humana? El objeto de la moral no es hacer feliz a la gente».

Miedo, fundamento de la religión

La religión se basa, principalmente, a mi entender, en el miedo. Es en parte el miedo a lo desconocido, y en parte, como dije, el deseo de pensar que se tiene un hermano mayor que va a defenderlo a uno en todas sus cuitas y disputas. El miedo es la base de todo: el miedo de lo misterioso, el miedo de la derrota, el miedo de la muerte. El miedo es el padre de la crueldad y, por lo tanto, no es de extrañar que la crueldad y la religión vayan de la mano. Se debe a que el miedo es la base de estas dos cosas. En este mundo, podemos ahora comenzar a entender un poco las cosas y a dominarlas un poco con ayuda de la ciencia, que se ha abierto paso frente a la religión cristiana, frente a las iglesias, y frente a la oposición de todos los antiguos preceptos. La ciencia puede ayudar a librarnos de ese miedo cobarde en el cual la humanidad ha vivido durante tantas generaciones. La ciencia puede enseñarnos, y creo que nuestros propios corazones también, a no buscar ayudas imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino más bien a hacer con nuestros esfuerzos que este mundo sea un lugar habitable, en lugar de ser lo que han hecho de él las iglesias en todos estos siglos.

Lo que debemos hacer

Queremos mantenernos de pie y mirar al mundo a la cara: sus cosas buenas, sus cosas malas, sus bellezas y sus fealdades; ver el mundo tal cual es y no tener miedo de él. Conquistarlo mediante la inteligencia y no sólo sometiéndose al terror que emana de él. Todo el concepto de Dios es un concepto derivado del antiguo despotismo oriental. Es un concepto indigno de hombres libres. Cuando se oye en la iglesia a la gente humillarse y proclamarse miserables pecadores, y todo lo demás, parece algo despreciable e indigno de seres humanos que se respetan. Debemos mantenernos de pie y mirar al mundo a la cara. Tenemos que hacer el mundo lo mejor posible, y si no es tan bueno como deseamos, después de todo será mejor que lo que esos otros han hecho de él en todos estos siglos. Un mundo bueno necesita conocimiento, bondad y valor; no necesita el pesaroso anhelo del pasado, ni el aherrojamiento de la inteligencia libre mediante las palabras proferidas hace mucho por hombres ignorantes. Necesita un criterio sin temor y una inteligencia libre. Necesita la esperanza del futuro, no el mirar hacia un pasado muerto, que confiamos será superado por el futuro que nuestra inteligencia puede crear. 


Bertrand Russel, 1927
Traducción original: Josefina Martínez Alinari
Versión corregida: David Quiceno Rendón


Todas las sombras, numeración




domingo, 17 de noviembre de 2013

The Wire

Por: David Quiceno



Calificación:
Todas las sombras, The Wire

Escrita por un periodista temperamental y un veterano de la guerra de Vietnam, dueña de cinco temporadas, de sesenta capítulos y un reparto coral de más de treinta personajes, a The Wire le queda corta cualquier retahíla de elogios. No soy el primero que lo intenta, por supuesto. Desde los convencionales críticos de periódico hasta novelistas de la más consagrada línea, pasando por incontenibles grupos de fanáticos y actores, directores y tramoyistas la serie, hace más de una década, viene recibiendo su justa dosis de mermelada. Sin mucha expectativa la encontré hace un par de meses, y el resultado ha sido tan avasallador que me está costando revisar tramas menos densas sin caer en una crítica desdeñosa. No lo esperé hasta muy entrada la serie, y esa es la principal recomendación que quisiera hacer a cualquier eventual y nuevo espectador: que aguante. Porque en las primeras horas el tránsito de las cámaras nítidas de 35mm conque se graba el cine actual hacia la pobre imagen que conseguía la televisión once años atrás cuesta. Cuesta la ausencia de WideScreen, que deja sendos cuadros negros a lado y lado de la pantalla, o la falta (por costumbre) de una presentación efectista, pulida hasta el exceso en el computador. Con nada de lo anterior cuenta The Wire, pero ninguna como esta serie para probarnos que eso es la pura envoltura, que hace falta una cierta ignorancia para pensar que una historia se hace grande derrochando presupuesto en fotografía y CGI. ¿De qué se trata entonces esta serie que pontifico tan descomunal y por encima de las demás? De todo. The Wire trata de la vida misma en un mundo que colapsa, como el nuestro. ¿Cómo explicarlo? Más de uno ha echado mano de un reduccionismo apócrifo: decir que es una serie policíaca que se centra en un grupo especial de interceptaciones telefónicas en la ciudad de Baltimore. Nada más cierto y a la vez lejos de la verdad. The Wire, sí, utiliza el esquema clásico de una confrontación entre policías y traficantes, sucede en la ciudad de Baltimore y las interceptaciones telefónicas se presentan como una de las principales herramientas de la policía. Pero limitarse a decir esto, enmarcarla en un género para que se confunda con Miami Vice, Rookie Blue o CSI es un despropósito. Porque, en comparación con la imagen descarnada de la realidad que nos pinta The Wire, los intentos de realismo que adornan la temática del cine y la televisión de hoy se me antojan tiernos. Además, no se queda ni en la policía ni en las drogas, aunque sea verdad que esas dos líneas conectan las muy diversas tramas. The Wire contempla, y nos entrega para que suframos, para que riamos y lloremos, las historias de todos los afectados por una sociedad convulsa: el agente que se preocupa y el que no, el político que aprovecha y el que no, el mendigo, el estudiante, el periodista, el fiscal, el abogado, el trabajador, el vendedor, el productor y el intermediario. El ciudadano de a pie que quisiera, pero no consigue, marginarse; el profesor de escuela que quiere, pero no puede, ignorar lo que está viendo. El ex-presidiario que busca redención y el director de campañas políticas, que la vende para conseguir votos. Todos, en cierto punto, en cierta situación, son lo uno o lo otro, porque The Wire también es rica en disyuntivas, en ambigüedades morales y en críticas a nuestra condición humana. Se trata de una serie que nos muestra el abandono de las instituciones, pero también el abandono al que como individuos nos entregamos si la suerte se ensaña con nosotros.
Pensándolo bien, se me ocurre una forma de explicar esta trama: The Wire es una serie sobre los demonios. Sobre los demonios que rondan nuestra vida y sobre los ángeles que nos desamparan. Lo dice la canción de Tom Waits, que suena en el inicio de cada capítulo: “you gotta keep the devil, way down in the hole”, (tienes que mantener al diablo, bien abajo en el agujero). La frase misma es una resignación, una suerte de vacío, de derrota. Al diablo no podemos matarlo, ni suprimirlo, sino, y a duras penas, esconderlo, empujarlo al fondo de un hoyo del que siempre vuelve a salir. Eso es The Wire, la serie que nos muestra los esfuerzos descomunales en que se empeña la sociedad para afrontar guerras que tiene perdidas, que siempre pierde. Y el diablo, para todos, es diferente. Para unos es el choque entre bandas por el control del tráfico, que implica miles de muertos, para otros la adicción que enajena la voluntad. Para los más, la simple ira, el enojo de un compañero al lado o la retaliación desproporcionada de un jefe, un superior o un alcalde que han encontrado una mancha en su gestión. Dice al final la canción: “you gotta help me keep the devil, way down in the hole”, porque The Wire también es una historia sobre la soledad, sobre el grito de ayuda (¡help me!) que no es atendido, y ante su desatención, ante la indiferencia de los demás es que nos convertimos en lo que nunca esperamos. El universo de The Wire es un universo hobbesiano donde cada quien, sin importar el cargo que ocupe, actúa por su propio interés, se preocupa primero de la estadística que está reflejando y después, si tiene tiempo, si le conviene, de los demás. Escribe Mario Vargas Llosa que esta serie le recordó “esas grandes novelas decimonónicas de Dickens o de Dumás”. A mí me recuerda, precisamente, las novelas de Vargas Llosa: los funcionarios corruptos de Conversación en la catedral, las investigaciones contrahechas de Lituma en los Andes y Palomino Molero. McNulty de algo se me parece al capitán Pantoja y William Rawls, uno de los personajes mejor logrados, al acomodaticio Tigre Collazos. Pero prefiero no ahondar y arriesgarme a lanzar spoilers, una serie tan exquisita, que aplasta de forma tan contundente nuestra ilusión de que la sociedad está bien, que no nos consuela ni nos entrega finales felices o vacío optimismo, merece ser juzgada en persona. Para eso al final de esta entrada remito a un enlace donde podrán encontrar las tres primeras temporadas. Como cualquier cosa en este mundo, The Wire tiene sus altibajos. Algunas actuaciones, por ejemplo, podrían mejorar. Personajes como los de Marlo Stanfield o Shakima Greggs, incluso el de Cedric Daniels, podrían haber tenido una mejor interpretación, pero se trata de tal variedad, y de historias tan nutridas, que ni un papel mediocre arruina el conjunto. Otro punto negro para la historia de la televisión más que para la de la serie es la sorprendente ausencia de premios. The Wire es para los Emmy y los Golden Globe el error que para los Nobel significó haber ignorado la poesía de Borges o la narrativa de Tolstoi, el premio que no entregaron pero todo conocedor sabe que merecían por sobrados méritos.
Al querido lector le puede parecer que me estoy excediendo en halagos, pero por esto no tiene que preocuparse. The Wire no es una serie pretenciosa, a tal punto que, ya mencioné, tarda en desnudar su impecable calidad. No venimos a entender lo que sucede sino hasta varios capítulos después, no nos sentimos retratados sino hasta varias temporadas más tarde. El producto se toma su tiempo, está hecho para contar, para transmitir y no para entregar al televidente la respuesta fácil en los primeros minutos. Como cualquier morbodrama de Tarantino, la serie abre el telón con tres hilos de sangre corriendo a través de un pavimento agrietado. De allí, de la aparente simpleza y esquematismo, comienza el viaje por un río de historias que, como en el poema de Borges, son un espejo que nos revela nuestra propia cara. Al nuevo espectador hay que pedirle que no desespere, que se tome su tiempo para juzgar y no se deje engañar. Las dos primeras temporadas son una presentación del entorno, la primera es la más policíaca, y nos muestra una cacería en toda regla, nos enseña cómo piensan los detectives y administrativos de la policía de Baltimore. La segunda es tal vez la más lenta y difícil de ver, pero sin ella no serían posibles las demás, porque es la que muestra las tribulaciones del trabajador raso en oposición a la tranquilidad del importador de droga. La tercera, por fin, comienza lo que creo es la verdadera historia de The Wire: lo que le hace el conflicto que nos han presentado en las veinticinco horas pasadas a la sociedad, que incluye la política y la educación. La cuarta nos muestra, desde adentro, lo que implican unas elecciones en una ciudad, y para cerrar la última nos introduce al mundo del periodismo y con él, con el escándalo, se atan todos los cabos sueltos en los cincuenta capítulos anteriores. Si continúo temo arruinar la experiencia para alguien, así que remito a una página donde pueden encontrar las tres primeras temporadas, en idioma original y subtituladas, como debe ser: The Wire online. Por último y sólo para disfrutarla, la mencionada canción de Tom Waits que abre la serie, de su álbum ‘Frank’s Wild Years’ (1987):





domingo, 10 de noviembre de 2013

La buena televisión

Por: David Quiceno
La buena televisión, Todas las sombras

Decía que el cine y la televisión, al igual que algunos ritmos musicales, reciben una oposición insensata e intolerante. Porque aunque se entiende que ‘Gatita dame calor’ no atraiga al mismo público que Bach, ambas son elementos de expresión y no de educación. Resulta injusto reclamarles profundidad, porque no son filosofía, o acusarlas de transmitir un mensaje que no nos identifica, si otros lo hacen. En los escasos minutos que dura una canción a lo mejor que un artista puede aspirar está entre una sonrisa y una lágrima, ambas pasajeras. Algunos se erizan con la tristeza de los adagios de Albinoni y a otros les sucede con la salsa de Marc Anthony. Todo depende de patrones culturales específicos que provienen de nuestra educación sentimental. Pero a diferencia de la música, la televisión, que corre veinticuatro horas al día, siete días a la semana, es un medio que puede permitirse la extensión necesaria para desarrollar ideas complejas. No todos lo hacen, y hasta cierto punto está bien. En un mundo tan lleno de angustias y misterios, de frustraciones e injusticias como el nuestro a veces la frivolidad, la comedia y la payasada se convierten en escapes necesarios. Pero si eso es todo lo que tenemos, la televisión habría perdido su capacidad de transmisión y, en consecuencia, su carácter artístico. Si un instrumento tan imponente como este sólo nos entrega novelones esquemáticos y programas de concursos, si nos muestra el espectro que va del ‘Factor X’ a ‘María la del barrio’ entonces en vez de ayudarnos a pensar nos está bloqueando. El abuso del entretenimiento, al igual que el del sexo, las drogas o el alcohol, nos hace vulnerables a la manipulación. La excusa de quienes dirigen las cadenas es que se le da a la gente lo que quiere, lo que pide, lo que eleva más el rating. Pero la obligación de los artistas y los directores de medios está también en retratar los claroscuros, la dualidad moral sin la cual es imposible la realidad. A veces lo fácil, pero cuando se precisa lo que no lo es. Me veo tentado a seguir por esta vía, dedicarme a hablar de las tantas cosas tontas que nos meten por los ojos. Si nos guiamos por RCN y Caracol, por TeleAzteca y VeneVisión o por Disney y Fox nada de esto existe. Si nuestras guías son quienes producen basura, la suerte está echada, el fracaso es rotundo y la intención de alienar que tiene la TV supera por mucho la de reflexión. Con este artículo pretendo algo menos pesimista. Lo que busco aquí es defender, al igual que con la música en la entrada anterior, que la estupidez no es propia del medio (no es todo el reggaetón, ni toda la TV), sino específica en cada mensaje (son algunos programas, así sean muchos programas).
            No pienso quedarme en el facilismo de la cultura y las investigaciones: Discovery, History, Señal Colombia. Su labor, sin duda encomiable, ofrece un producto tan diferente a quienes lideran la carrera por el rating que dificulta la comparación. Por otro lado su credibilidad está cada vez más manchada, en el caso local, por documentales falaces (cuyos datos, de todas maneras, nadie verifica ni condena), y en el internacional por elementos sensacionalistas (infinitos programas sobre ovnis o realities de médiums). Quiero discutir buen entretenimiento, con tesis, con significado. En definitiva: buena televisión dramática, que la hay. Para empezar quisiera ofrecer al lector un par de indicadores que tal vez desconozca. Por un lado, el ranking de las 100 series mejor escritas, elaborado por la Asociación Americana de Guionistas. Por otro el listado que se va creando a partir de la votación entre los mismos televidentes en el Internet Movie DataBase (IMDb highest rated TV Series).
            ¿Qué hacen allí, tan adelante, bufonadas como 'Arrested Development' o '30 Rock'? No sé, imagino que algo similar a lo que le da mil ochocientos millones de visitas al 'Gangnam Style', del rapero Psy. Pero sí sé de otros que se han ganado su lugar con un guión sorprendente, una producción limpia y unas actuaciones destacadas, como 'Dexter' o 'Sopranos'. No pretendo, ni mucho menos, haber pasado por todos los elementos de la lista, pero sí le he metido el diente a un buen número de ellos. Reconozco que se trata en su mayoría de series norteamericanas, pero lo más seguro es que esto extrañe a pocos. Si hay una industria sobre la que Estados Unidos posea una ventaja descomunal con respecto a sus competidores es la de las artes audiovisuales. En contraposición el modelo con el que se hace televisión en Latinoamérica impide, casi adrede, las buenas historias. No por la tecnología de las cámaras y los efectos especiales; que se entiende proliferan en las potencias económicas; sino por lo que se busca con el producto: presentar cinco o seis nuevos capítulos de lunes a sábado después del noticiero de las siete, sin interrupciones entre temporadas, salvo los quince días de sagrado descanso en la navidad. ¿A qué genio torrencial se le pueden encargar guiones con contenido, con reflexiones, para entregar, uno tras otro, todos los días a las cuatro de la tarde durante dos o tres años? Es la prisa, el afán de producir y no la falta de creatividad, lo que nos deja a nosotros con 'Padres e Hijos' y a ellos con 'Boardwalk Empire', lo que permite que allá el arte todavía tenga un propósito social y aquí nos presente como caricaturas, como puro entretenimiento. Porque las empresas que se dedican a esto, con seriedad, con estructura, nos traen doce capítulos al año, que se pulen hasta el minuto antes de salir al aire. Las buenas historias, pues, no es que tengan que provenir de Estados Unidos, pero de allá salen, porque allá están las condiciones para hacerlas. Y hay una en especial, por encima de la aclamada 'Breaking Bad' o de la minuciosa 'Mad Men', de la favorita del presidente Obama, 'Homeland', y de la fantástica 'Game of Thrones'; una serie que nos pinta un universo tan rico, tan interesante, tan lleno de sorpresas en cada recoveco que me atrevo a señalar está por encima de casi toda la literatura narrativa que ha visto la luz en este siglo. Porque, digámoslo de paso, la crítica intolerante a la televisión suele coincidir con la defensa ciega a la literatura. El mensaje, repito, no depende del medio, no es verdad que un libro siempre será mejor que una película. No todo lo escrito es interesante ni todo lo representado vacuo. Al contrario, de libros malísimos pueden salir filmes excelentes y, de libros excelentes, filmes pésimos. Hay una serie, digo, que por su trama intrincada, por la relevancia de su denuncia y por la variedad y complejidad de sus personajes merece elogios por encima de las demás. Pero se me va acabando el espacio de esta entrada, así que prometo dedicarle la próxima

domingo, 3 de noviembre de 2013

En defensa de las malas músicas

Por: David Quiceno

Todas las sombras, En defensa de las malas músicas

Siguiendo con esto de cazar imposturas que se nos presentan como ciertas, hace un par de meses circuló por las redes sociales, con mucho éxito, el titular de que 'los amantes del reggaeton son 20% menos inteligentes' que los de la música clásica o el rock. La historia, si alguien la leyó, no contenía mayores datos. Se cuenta que el estudio lo elaboró la Universidad de Bamako, en Malí, y se daba a entender que a cinco mil personas se les realizó un test de IQ para luego preguntarles qué tipo de música escuchaban. He intentado, sin suerte, encontrar cualquier rastro del documento original, emanado de la universidad.
Aquí cabe preguntar, ¿dónde quedó la labor de revisar la lógica de la noticia antes de publicarla? Porque si bien esto fue difundido de perfil en perfil, de twit en twit, proviene directo de cadenas que se suponen serias (y con recursos para corroborar fuentes), como RCN Radio o el Diario Vasco. Al igual que en el caso de Corley, del que hablé días atrás, esto falla hasta por la más simple de las formas. En primer lugar, el emisor. ¿A quién se le ocurre que un estudio sobre el reggaeton se lleve a cabo en las comunidades de Malí, cuando cualquiera con cuatro dedos de frente sabe que se trata de un ritmo centro y latinoamericano? Cierto es que, desde sus nichos en Panamá y Puertorrico, se ha propagado con estruendo hacia el sur, alcanzando gran popularidad en el cono entre Colombia y Argentina. Tampoco se desconoce que de tanto en tanto suena en Norteamérica y Europa, como se puede corroborar revisando el itinerario de algún exponente promedio. Pero su presencia en la periferia africana es más bien marginal, si no nula. Aún así, RCN nos vende la ilusión de que la Universidad de Bamako se las arregló para entrevistar a nada menos que cinco mil fanáticos del género. Ese tamaño de muestra es otro punto flojo de la noticia. Suponiendo que los hubiera, ¿se atrevería a destinar en eso sus recursos una universidad que aún no cumple 20 años de funcionamiento? Porque cinco mil entrevistas, con sus correspondientes pruebas de coeficiente, no es poca cosa. Cualquiera que conozca la mecánica de la academia sabe que se trata de una tarea de varios años, de un grupo de investigación numeroso. Esto es aún menos creíble en un país que, leo, enfrenta una guerra civil entre el ejército y el integrismo islámico, con intervenciones esporádicas de la Unión Europea que busca desmantelar la amenaza terrorista. ¿Nada mejor en qué gastar los recursos de la universidad pública africana? La falsedad de la noticia salta a la vista, y deja en evidencia que nuestros medios de comunicación no están siendo serios, que asumen cualquier dato si se les dice que proviene de un estudio, que tiene renombre. Sin duda, algo de culpa también le corresponde a los miles de usuarios que la compartieron, esgrimiéndola como prueba imbatible.
Pero todo esto son nimiedades de la forma, y no pienso detenerme en ellas. Más interesante sería si el estudio fuera cierto, si se hubiera llevado a cabo. Porque la conclusión a la que llega es otro de esos saltos alegrones que sólo se pueden presentar tras el escudo de un número, de una estadística. La idea no es tanto que uno sea más o menos inteligente, sino que existen jerarquías musicales, que hay músicas peores y mejores, mayores y menores, y que dependiendo de qué tanto tiempo le dediques a las buenas te culturizas y aprendes. En esa curiosa escala me imagino que prima la música clásica, y la ópera si se le tiene en cuenta; tras ellas el jazz y cerca el rock. Después, la gleba; primero el folclor: los bambucos, las sevillanas, los corridos, el country; y por último lo que en términos musicales ralla con el insulto, lo comercial: la música electrónica, el pop y el reggaeton. Pues bien, ese, como las pruebas imaginarias de Bamako o los corolarios falaces de Corley, es un enunciado que no se sostiene.
La música no es un instrumento civilizador, pese a ser un producto de la civilización. Es, por el contrario, un canal desinhibidor, que busca desatar pasiones y sentimientos, sonrisas cuando no llantos. Al escuchar música no se piensa, ¡oh, cómo me están educando!, sino, ¡oh, cómo me están conmoviendo! El hecho de que en la actualidad a la mayoría no nos impresione lo clásico nos ha llevado a la equívoca premisa de que quien lo escucha, impávido, no está relajándose sino aprendiendo, no entusiasmado con la armonía sino concentrado en un complejo análisis. De allí salen absurdos de toda laya, desde la misma jerarquía hasta el efecto Mozart empleado para predisponer a los bebés, como en la hipnopedia de Huxley. De ver a los seguidores de Tchaikovsky con terno y corbatín hemos saltado a la falaz conclusión de que es Tchaikovsky quien así los viste, que las melodías que disfrutan son las que definen su nivel intelectual y, por defecto, su rango y valor social. Si detallo lo que ha causado me podría quedar un libro lanzando hipótesis, la frecuencia con que los esnobs aluden al clasicismo o la manía de las nuevas generaciones por convertirse en caricaturas de los cantantes que idolatran. De lejos la consecuencia más preocupante es la justificación pseudo-intelectual que se le está dando a la intolerancia. No sólo contra el reggaeton, sino contra otros grupos igual de numerosos: los punk, los emo, los salseros. Suficiente de esta tontería, la música es una manifestación cultural, pero no culturiza: desinhibe, libera. Está hecha para compartir, para transmitir, no para debatir. Para reflexionar tenemos las novelas de Faulkner y los cuadros de Caravaggio. Ninguna canción es un tratado filosófico. En todos los géneros hay exponentes que pueden resultar, según la perspectiva, agradables o grotescos. Si no, vaya y revise las composiciones clásicas de SchönbergLa música se juzga canción por canción, cuando mucho autor por autor, no género por género, como si cada oyente perteneciese a una tribu y de acabar con las demás dependiese la supervivencia de la propia. ¿Existen en verdad argumentos para repudiar al reggaeton, al trash metal o a Schönberg? Porque lo que yo veo es un estudio falso, y detrás de su consigna un sinfín de prejuicios. Lo que me resulta problemático es que la intolerancia suele provenir de gente despierta, curiosa, de izquierdistas que claman justicia, de liberalistas que piden tolerancia, de jóvenes que se declaran contra el sistema y dispuestos a liderarnos hacia un futuro brillante y renovado.
            Por último. Un argumento que ronda este debate dice que la cultura es un asunto de élites, que siempre lo ha sido, que las mejores manifestaciones de la pintura, la escultura y las letras se las ha entregado al mundo la realeza. Eso no es falso, pero tampoco es del todo cierto. Para apreciar algunas manifestaciones (el ballet, la ópera, los ladrillos de Nietzche) se necesita una sensibilidad que se desarrolla a través de la exposición continua que sólo se pueden permitir pequeños grupos sociales. Pero existe cultura democrática, manifestaciones universales, la mayor parte de la música entra en esta denominación. La televisión y el cine son dos medios imponentes que permiten una difusión equitativa de la cultura, y como algunos géneros musicales reciben una oposición insensata, intolerante. En entradas posteriores me estaré ocupando del tema