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miércoles, 7 de septiembre de 2016

El Enterprise pierde fuelle. Star Trek: Sin Límites

Por Andrés Rodelo*

Mr.Spock/Star Trek. https://todaslassombras.blogspot.mx/2016/09/el-enterprise-pierde-fuelle-star-trek.html   
Spock. Fuente: progressiveenforcer.deviantart.com
Lo mejor (para los grandes estudios) y lo peor (para el público) es que un blockbuster encuentre los huevos de la gallina de oro. Cuando estas superproducciones consiguen balancear la ambiciosa disyuntiva de éxito comercial y de crítica (cada vez más perseguida, un síntoma saludable), Hollywood aprovecha para sacudirse el polvo de la mala reputación que ensucia su lujoso vestido y sentencia a los cuatro vientos: “¡Entretengo, pero también soy artista!”.


Y claro, nosotros lo celebramos, especialmente quienes declaramos que el cine crispetero puede alcanzar altas cotas de calidad. Es allí cuando señalamos los carteles de las películas con pasión en Internet y gritamos a los mamertos: “¡Miren esta joya!, ¡recapaciten ya!”. Luego Hollywood, embriagado por rentabilizar la mitología que tanto gustó, ordena: “Hagamos una secuela. La gente lo quiere”, y ahí es donde el aplauso del fan (por lo menos el mío) se detiene.

Se detiene no porque, necesariamente, la secuela vaya a ser mala, sino porque la experiencia nos indica que prolongar las sagas hasta el exceso las vuelve predecibles. Cada secuela explota la fórmula exitosa de la anterior (¡los malditos huevos de oro!) hasta que la novedad se va por el desagüe, hasta que todo cae en un bucle agotador de déjà vus. De ahí la retromanía enfermiza que hoy nos invade. Claro, hay excepciones, pero esta regla campa a sus anchas en Hollywood.


Esto es lo que ocurre con Star Trek: Sin Límites, la tercera entrega del relanzamiento de la mítica saga televisiva ideada por Gene Roddenberry, que inició su andadura en el 2009 con Star Trek, seguida en el 2013 por Star Trek: En la Oscuridad, dos películas soberbias, que se apropiaban del material original para llevarlo por otros derroteros, haciendo de la aventura intergaláctica y de la caracterización (encantadora) de los personajes su piedra angular.


Las circunstancias que rodearon la producción de Sin Límites anticipaban un cambio, era difícil saber qué cambiaría, pero algo no sería igual: primero, J.J. Abrams, el director de las primeras dos cintas, daba un paso al costado y llegaba Justin Lin en su reemplazo; segundo, el actor Simon Pegg, quien interpreta al personaje de Scotty, asumía el rol de guionista junto con Doug Jung. Por más que algunos se empecinen con que Hollywood hace las películas como fabricando salchichas, es hora de que tomen consciencia de que los creativos, la gente involucrada, marca la diferencia.

Personalmente, iba a bordo de una montaña rusa de ensueño: fascinado por la primera estación (Star Trek) y asombrado de que la segunda catapultara la excelencia ya demostrada hasta lo más alto (En la Oscuridad) para luego caer en un descenso (Sin Límites) que no me provocó náuseas ni vértigo, sino desinterés, apatía, una experiencia poco memorable, que pasó por mi lado sin siquiera rozarme.


Star Trek Beyond: https://todaslassombras.blogspot.mx/2016/09/el-enterprise-pierde-fuelle-star-trek.html 
Star Trek: Beyond. Fuente: flickr.com

Por un lado, la trama central es un eco constante de las anteriores: la amenaza del terrorista exiliado, que otrora fue bueno y ahora quiere cebarse con la utopía de la Federación, y lo más imperdonable: que se deshaga del espíritu que puso en mi corazón las entregas previas: la comedia de enredos, los mágicos desencuentros entre los personajes, esa perspectiva desde la cual la obra es inconcebible sin el encanto de sus protagonistas. Aquí las relaciones se sienten frías, aburridas, diplomáticas y, por ende, las caracterizaciones, fallidas, dan una sensación de vacío, de entes acartonados.


Que no se entienda como un apego irracional a las esencias, el problema es que la nueva propuesta no cuaja. Los chistes dan pena y extrañé las carcajadas que me provocó la saga antes, convertidas ahora en risas desganadas. Quizás, el único momento de magia sea el musicalizado por Sabotage, de los Bestie Boys. Lo demás avanza en piloto automático, lo que es imperdonable si manejas los mandos del Enterprise.


@elrodelo

 

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*Andrés Rodelo (1988): nació en Ciudad Bolívar, Antioquia. Estudió periodismo en la Universidad de Manizales, donde descubrió su amor por el cine mientras coordinaba el Cineclub Cinéfagos. Escribe para medios como la revista Kinetoscopio, la Revista Online Ocho y Medio y el suplemento cultural Papel Salmón, del diario manizaleño La Patria. Coordina el Cineclub Estúpido de Manizales. En enero de 2013 participó en el VII Taller de Crítica Cinematográfica del Festival de Cine de Cartagena, en el que fue distinguido con la publicación de una crónica suya en el diario del certamen. Dirige también el programa radial Cinerama, de la Gobernación de Caldas. @elrodelo



domingo, 21 de agosto de 2016

No me gustan las series*

Por Andrés Rodelo**



Walter White/Jesse Pinkman from Breaking Bad tomado de: http://craniodsgn.deviantart.com/art/Breaking-Bad-312313101
Walter White & Jesse Pinkman. Fuente: http://craniodsgn.deviantart.com/

No veo series, o más bien he visto pocas (cortas, sobre todo) y no son, precisamente, las que se apoderan de las charlas de cafetería, recesos en el trabajo o apasionadas discusiones en medio de una borrachera sobre si el regreso de Jon Snow estuvo o no a la altura de lo esperado. ¡No he visto ni un episodio de Juego de Tronos! (para muchos, una abominación en estos tiempos de seriesífilis), pero me entero de la existencia de estos personajes por las menciones (omnipresentes) que se hacen de ellos, especialmente al estrenarse cada temporada, cuando todos están muy (¡muy!) obsesionados con comunicarlo al mundo.
Es que es inevitable no enterarse, de verdad. Son como el nuevo hit del verano que retumba en todas partes hasta que, involuntariamente, terminas memorizando la letra sin que hayas tenido la mínima intención de hacerlo; un fenómeno con poder multiplicado por la fiebre de Internet, que se filtra por las paredes de tu subconsciente hasta el punto de que nombres como Walter White, Rick Grimes y Daenerys terminan siendo familiares y, a su vez, completamente desconocidos. 
Game of Thrones. Fuente:https://c1.staticflickr.com/1/316/18679295525_f39cc1bc70_z.jpg




























Game of Thrones. Tomada de: www.flickr.com

No veo series porque son esclavizantes, demandantes y porque ya no poseo la disposición de enfrentarme a un episodio tras otro como lo hacía a mis 12 años, aferrado al televisor mientras los capítulos de Fullmetal Alchemist, por ejemplo, desfilaban por mis retinas. A juzgar por el éxtasis desenfrenado y el paroxismo con el que muchos amigos me hablan de ellas, he llegado a pensar que verlas es algo como: “Toma tu mejor orgasmo, multiplícalo por mil y aún así estarás lejos de lo que se siente cuando te inyectas heroína”, tomando esta frase de Trainspotting, de Irvine Welsh, como punto de partida para entender la adicción que producen. “Parce, me tiene embazucado esa serie”, me dijo alguna vez un amigo.

Breaking Bad/Walter White. Fuente: http://kingjoeg.deviantart.com/art/Breaking-Bad-I-am-the-danger-328002796
Breaking Bad by kingjoeg

Personalmente, he mantenido distancia con esta jeringuilla, también porque me gustan más las películas: me someto a un visionado de 3 horas como máximo y la experiencia culmina, adquiero plena consciencia del universo que plantea y puedo pasar a otra cosa. Claro, están las sagas, pero en la mayoría de los casos aguardan por mí en el futuro, dos o tres años, el tiempo promedio que les toma a los grandes estudios hacerlas. Es decir, puedo hacer muchísimas cosas más mientras se estrena la próxima entrega. O si la comencé tarde es probable que deba ver unas cuantas secuelas, cuyas duraciones no se comparan ni por asomo con las que tienen las series de hoy.

Hoy, si no viste Juego de Tronos desde el comienzo y quieres enterarte de quién es el archimeganombrado Jon Snow, ¡pues tienes 67 episodios por delante, amiguito!, que duran entre 50 y 67 minutos cada uno, lo que vendría siendo, más o menos, 4.020 minutos de tu preciado tiempo. ¿De verdad, tanto tiempo?, ¿no puedo hacer algo más?, ¿puedo leer un libro?, ¿puedo ir al baño, aunque sea?, ¿puedo comer? Hay quienes tienen tiempo de sobra para hacer muchas cosas más, aunque de entrada ya parece un esfuerzo ¡bastante grande! y que te mantendrá ocupado un rato largo.

Con las películas las ves y te sales de ellas, saltas a otra cosa para no enloquecer por la saturación. ¿Estás viendo Alien?, ¿qué tal una peli de Cassavetes cuando termines?, ¿ya acabaste? Pasemos a Depredador y luego a Gritos y Susurros. Esta sensación de refrescarse permanentemente y de estar viendo cosas que no se parecen en nada es lo que me mantiene cuerdo. ¿Una maratón de una serie de 121 episodios como Lost? Mis sentidos explotan. Variar y variar es un placer.

Jon Snow/Game of Thrones. Tomada de: commons.wikimedia.org
 Jon Snow. Fuente: www.commons.wikimedia.org

Este, más que un ataque, es la percepción de alguien que no tiene la paciencia para seguirle a las series su ritmo exponencial. Espero que alguien se sienta identificado, sobre todo en un panorama en el que quienes no las vemos somos una minoría. Ustedes, como yo, sabrán lo que es sentirse aislado cuando tus amigos hablan del último episodio de Penny Dreadful, House of Cards o Mr. Robot y lo que es intentar iniciar una conversación sobre El Demonio Neón, la última peli de Nicolas Winding Refn, y que te miren con cara de: “¿de qué mierda estás hablando?”. Ese es el poder de las series de hoy.

Admiración para quienes se enfrascan en ellas y las despachan a una velocidad apabullante. Insisto: esta pataleta, muy personal, está al margen de la calidad artística que posean y va encaminada a desvelar que muchos no tenemos la dedicación de estar un largo tiempo en contados lugares, pues preferimos estar en muchos más y solo por unos instantes. En este caso, como también lo dijo en su momento el crítico argentino Hernán Panessi a propósito de este tema: “Prefiero tocar cien culos diferentes que el mejor culo del mundo”.

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*Este artículo apareció inicialmente en: http://www.lapatria.com/blogs/el-blog-estupido/no-me-gustan-las-series y se reproduce en este espacio bajo la autorización del autor.


**Andrés Rodelo(1988): nació en Ciudad Bolívar, Antioquia. Estudió periodismo en la Universidad de Manizales, donde descubrió su amor por el cine mientras coordinaba el Cineclub Cinéfagos. Escribe para medios como la revista Kinetoscopio, la Revista Online Ocho y Medio y el suplemento cultural Papel Salmón, del diario manizaleño La Patria. Coordina el Cineclub Estúpido de Manizales. En enero de 2013 participó en el VII Taller de Crítica Cinematográfica del Festival de Cine de Cartagena, en el que fue distinguido con la publicación de una crónica suya en el diario del certamen. Dirige también el programa radial Cinerama, de la Gobernación de Caldas. @elrodelo

miércoles, 19 de marzo de 2014

El ‘enfant terrible’ del cine manizaleño

Por: Andrés Rodelo*

Todas las sombras

Pablo Villa no es tan distinto de esos sujetos que construyen automóviles de lujo en los garajes y que aparecen en los informativos de televisión con ademanes de "miren lo que hice".

El destino de Villa y el de Ken Imhoff (británico fabricante de su propio “Lamborghini”) giran en torno a una misma declaración de principios: el desmarque del sistema industrial, el emprender un norte que a la luz de la cordura solo llegaría a buen puerto bajo el amparo del sistema mismo, pero que encarrilado por impulsos antitéticos y disciplinados puede gozar de resultados sorprendentes. 

La perseverancia les ha concedido el momento de limpiar el sudor de sus frentes y de mirar a los demás con rostro de ilusión para proclamar: “Se puede”. Imhoff culminó su automóvil y Villa su primer largometraje, ‘Gaseosa’, que hizo de manera independiente con solo ocho millones de pesos.

Aunque habría que guardar distancias entre ambos casos, puesto que el cineasta manizaleño no solo debe la importancia del logro al fruto del esfuerzo personal (como le sucede a Imhoff), sino también al de un grupo de colaboradores cuyo trabajo se traduce en una sensibilidad que corre en oposición a la del cine mayoritario, ajena al carácter comercial e hiperbólico de este último. 

Un tipo de cine radical y de corte artesanal, mas no por ello simple y desangelado, que pretende ejercitar (también retar) la mirada del espectador desprevenido para desplegar en las fronteras de lo corriente y de los pequeños acontecimientos –aquellos que, en apariencia, no tienen potencial cinematográfico alguno- una puesta en escena que deslumbra por su espontaneidad y su realismo. 

Tal vez sean las palabras del cineasta ruso Victor Kossakovsky las que definan con mayor exactitud el ideal artístico de Pablo Villa y el de la Fundación Fellini, de la cual es director. “Quizá lo único que sé hacer es no dejar pasar las cosas. Como el colador que detiene la piedrecita valiosa. Es decir, la gente que esté sentada en la misma habitación que yo no verá, y yo sí”, una frase que pone de manifiesto una incapacidad de observar –a pequeña y gran escala- el esplendor de lo insignificante, que deviene en materia prima conceptual y narrativa para este cineasta local. 

Por sencillo que parezca tomar una cámara para grabar una película con fragmentos de la cotidianidad –en la línea de la aclamada democratización tecnológica- es el método de la Fundación Fellini el que adquiere una silueta en cuanto academiza un proceso que podría parecer deliberado, informal e inconsciente. Un método que afirma y contrasta sus inquietudes estéticas en el marco de un panorama saturado de propuestas a grandes rasgos similares, pero que no son más que filmes que incorporan las señas de identidad del cine realista para vender gato por liebre. 


Todas las sombras

Preceptos como el flujo vital, la negativa a ilustrar una idea de manera simple e inmediata, la improvisación en todos los aspectos, la espontaneidad de las interpretaciones –siempre caracterizadas por actores naturales y no profesionales-, la verosimilitud taxativa del relato, la intervención inapreciable de la obra desde cualquier departamento involucrado en su realización, la ausencia de música extradiegética y la sutileza del conjunto configuran el manifiesto de Villa y el de su fundación. Es decir, una disposición del lenguaje cinematográfico que se perfila como un tipo de realización austera, pero de cualidades narrativas y formales competentes. 

Un cine posible, que corrobora hoy más que nunca aquella frase dicha por el cineasta brasileño Glauber Rocha en los años sesenta, en la que aseguraba que para hacer cine solo se necesita una idea en la cabeza y una cámara en la mano. Una manera de proceder que, sin duda, ofrece también margen para la disidencia (el vapuleo injustificado de Villa hacia el cine hollywoodense como coartada que exalta su sensibilidad), pero que en últimas se antoja como reverso estimulante de aquella idea que promulga que dedicarse al cine es solo para los ‘hijos de papi’.

@elrodelo

*Andrés Rodelo(1988): nació en Ciudad Bolívar, Antioquia. Estudió periodismo en la Universidad de Manizales, donde descubrió su amor por el cine mientras coordinaba el Cineclub Cinéfagos. Escribe para medios como la revista Kinetoscopio, la Revista Online Ocho y Medio y el suplemento cultural Papel Salmón, del diario manizaleño La Patria. Coordina el Cineclub Estúpido de Manizales. En enero de 2013 participó en el VII Taller de Crítica Cinematográfica del Festival de Cine de Cartagena, en el que fue distinguido con la publicación de una crónica suya en el diario del certamen. Dirige también el programa radial Cinerama, de la Gobernación de Caldas. @elrodelo

domingo, 15 de diciembre de 2013

Contra el misticismo cuántico

Por: David Quiceno



Calificación:
Todas las sombras - Contra el misticismo cuántico

Una farsa. Un rosario de especulaciones medio chamánicas, medio gurúicas, presentadas como ciencia. Eso es ‘What the bleep do we know!?’, el docudrama de 2004 sobre… ¿sobre qué? ¿Las dificultades de ser sordomudo? ¿Las adicciones? ¿La colorida imaginación de un grupo de profesores? ¿La física cuántica? ¿La conciencia? ¿Las ventajas de ser positivo? ¿La existencia inminente de Dios? No sabe uno. Está todo presentado tan a la ligera, tan desperdigado, que no queda claro. Leo que, a desprecio de todos sus defectos, -las pésimas actuaciones, la ausencia de documentos, el exceso de exclamaciones- se ha convertido en un éxito de ventas, lo que llaman un ‘sleeper hit’, del que no se esperaba mucho y terminó recaudando nada menos que dieciséis millones de dólares. Para eso está hecha, como las novelitas de Paulo Coelho, como los secretos de Rhonda Byrne, como los doctorados de Edgar Morín. Pero más que nada, de entre todos los libros de supermercado, se parece a los cotilleos de Deepak Chopra, el médico conferencista del ‘new age’. Como en los artículos del hindú, el principal escudo de toda la línea de pensamiento es la ignorancia del espectador. La adaptación al español del título ya nos lo predice: ‘¿¡Y tú qué sabes!?’. Porque eso es lo que se busca: adeptos que ni sepan ni corroboren. Queremos entonces un tema que la mayoría no domine, que pocos puedan desmentir y que, a la vez, nos preste su reputación para presentar como incuestionables las más descabelladas nociones. ¿A quién todos respetan como autoridad intelectual, aunque no lo entiendan? A los matemáticos del universo invisible: Planck, Einstein, Heisenberg. Se suman un par de tarjetas con la etiqueta PhD y el público termina bebiendo como de la fuente misma de la sabiduría. Veamos lo que falla. 

La existencia de realidades paralelas:

Una de las exageraciones a las que la película dedica grandes porciones de la trama es la presentación del mundo como un universo sincrónico de otros. Es decir: un multiverso, como el de Marvel o el de DC Comics en los que coinciden Superman y Batman, Deadpool y Doctor Who, Wolverine, Iron Man y los Gemelos Fantásticos. Que los mencione no es aleatorio, porque es lo que quiero decir: esto es cosa de muñequitos, de ficción. Para la mecánica cuántica la existencia de múltiples universos es apenas una hipótesis que permite resolver algunos interrogantes, creando otros. Pero no tenemos una base sólida para considerar que nuestra realidad funcione así y, por lo tanto, hace falta cierta desvergüenza para pregonar la idea como una verdad comprobada. Muchos supuestos de las ciencias naturales han sido desvirtuados con el paso de los siglos, incluso los más serios. Para ejemplo: la gravitación universal de Newton, que se ha refutado de varias maneras. La primera desde su mismo campo, propuesta por los relativistas, que dicen que lo que conocemos como gravitación es “una ilusión del espacio tiempo, que deforma la geometría de la tierra y da la apariencia de que somos atraídos hacia ella”. Existen, también, críticas de razón. Hay una presunta incompatibilidad de conceptos como la tercera ley de Newton (toda acción tiene una reacción equivalente) y el libre albedrío (la ilusión de libertad). El célebre profesor de Berkeley, John Searle, lleva algunos años ocupándose del asunto. Otra crítica de razón es la causalidad, que aplica sobre el principio de atracción: no es posible observar, medir o inferir la fuerza entre dos objetos a distancia que no se tocan. Las realidades y las posibilidades no son lo mismo, y los directores de ‘What the bleep’ parecen olvidarlo. Que para la solución de una ecuación se requieran ciertas condiciones no quiere decir que funcionen en el absoluto. 

El viaje en el tiempo:

Sin ningún empacho el filme nos dice que el viaje en el tiempo está comprobado por la mecánica cuántica, y no es cierto. Es cierto que tras siglos de trabajar con la noción propuesta por Kant que regulaba el tiempo como una convención equivalente para todo observador, Einstein propuso que, en determinadas circunstancias, el tiempo transcurre más despacio. En determinadas circunstancias como la velocidad de la luz, que estamos lejos de alcanzar. Una inferencia lógica que de allí se desprende es que, si algo viaja a suficiente velocidad, puede percibir que pasan algunos minutos mientras para los demás observadores transcurren horas. En teoría: un viaje al futuro. Pero la versión contraria que presenta ‘What the bleep’, de hacer que el universo entero retroceda a un estado previo, no es ni siquiera una hipótesis. La ausencia de turistas del futuro, dice Stephen Hawking, lo confirma. Algo tiene que indicar sobre la calidad del documento el que se presente como un hecho que no sólo podemos movernos en diferentes realidades, sino que podemos ir hacia atrás y hacia delante, como omnipotentes hechiceros. 

La intención y el pensamiento positivo:

Hacer sentir al espectador poderoso, capaz de controlar la realidad, es precisamente la pretensión de ‘What the bleep’ y es, en parte, lo que le da buena acogida: la autoayuda, el autoelogio, la masturbación mental goza de una gran audiencia. Pero no son ciencia, aunque finjan de tal, y no deben tomarse en serio, aunque nos sonría el corazón (¿el corazoncito?) haciéndolo. Dos son las premisas en esta sección: que existe una conexión entre todos los componentes del universo y que, dado que existe y que nuestra voluntad es uno de ellos, lo que pensamos puede alterar la realidad. Para reforzar el concepto aparece una mujer vestida de arcoíris a repetir que “cada una de las células de nuestro cuerpo posee conciencia”. Mientras discurre, unas animaciones gelatinosas hacen gracias en la pantalla: se mueren de hambre, se enojan, se excitan, se golpean, se desean, se persiguen, se besan. En otro punto se exponen fotografías microscópicas del agua, a cargo de un japonés doctorado en medicina alternativa, Masaru Emoto. Unas de hexágonos simples, cristales en su estado puro, según dicen. Otras horrendas, afectadas por el pensamiento negativo. Y unas terceras bellísimas, como lo que imaginamos es un perfecto copo de nieve, transmutadas por la bendición de un monje o por la inspiración del amor y la calma. ¿Si el pensamiento es capaz de hacerle eso al agua -nos preguntan-, qué no podrá hacer con nosotros?


Tres cosas qué decir. Primero: esto ya no son intrincadas ecuaciones que sólo un puñado de personas puede resolver (aunque ninguno de los argumentos lo es, hasta los físicos más enigmáticos saben escribir, otros dedican buena parte de su carrera a presentar las implicaciones de lo desarrollado, como Carl Sagan o el mismo Hawking), sino ciencia de difusión, de la que interesa y sale en periódicos. Ni la conciencia ni las intenciones han sido encontradas en el mundo físico, y eso lo sabe cualquiera que consulte con regularidad un entorno de reflexión más o menos prudente. Se lo oí hace poco, en el TED CERN, al mencionado John Searle: en gran medida el fracaso de la robótica está dado por no haber podido definir, ni por lo tanto replicar o duplicar, cualquier vestigio de conciencia. Creemos que está por allí, pero somos incapaces de decir qué o dónde. 
Segundo. Leo que la mujer, Candace Pert, es neurobióloga especializada en farmacología y que su propuesta va en la línea de que si la conciencia está en las personas, y las personas están compuestas de células, entonces la conciencia está en las células. En palabras más comerciales, lo que le gusta repetir a los gurús de todos los ámbitos, entre ellos a Deepak Chopra: “el todo es las partes y las partes son el todo”. Como recurso literario esto puede tener alguna fuerza, ¿pero como hipótesis en la academia? Empiezo a sentir que me repito, pero aceptar que algo está conectado (lo cual es razonable), no implica aceptar que ambas cosas son iguales. No está mi televisor en la electricidad ni la electricidad es mi televisor. Si la conciencia estuviera compuesta por la materia de que estamos hechos a lo mejor bastaría clonar alguna porción de tejido e implantarlo a una máquina para transmitirle nuestra vida. O bastaría, como creen algunas comunidades remotas, con ingerir el corazón de otra persona para hacernos con su esencia y sus pensamientos. Nada hay (aparte de ficción y santería) que nos dé el más mínimo indicio de que esto sucede. 
Tercero. Al mundo le pasan cosas y, como no podemos controlarlas, creemos que están destinadas a suceder. Nos pasan y creemos que nuestro poder de decisión es nulo, que una mano invisible tiene definidos los acontecimientos desde el día en que vemos la luz hasta el momento de la muerte. Ese es, a grandes rasgos, el golpe que le da el determinismo al concepto de libre albedrío. No voy a pretender que tengo la respuesta, pero sé que el documental tampoco. Lo que plantea ‘What the bleep’ es la oposición total a la causalidad: todo lo decidimos, todo lo influimos, somos tan libres que no somos partes sino el universo entero. En esto hay una falacia evidente: la confusión de la libertad y la voluntad. Libertad es la capacidad de tomar decisiones en una brecha que se nos abre, de a pocos y sólo para algunas cosas, que nos permiten ir hacia la izquierda o la derecha, vestir la camisa naranja o la azul a cuadros. Pero la voluntad es el puro deseo, las ganas de que algo sea de una forma o de otra. Y por mucho que queramos, es una tontería pensar que todas y cada una de las voluntades de nuestro mundo ejercen influencia sobre lo que sucede. No sucedería nada, en ese caso, en espera de la votación universal para ver si las voluntades quieren o no que salga el sol. 

Los entrevistados:

Atiborrado de sinsentidos como está el producto, lo primero que uno tiende a pensar es que lidiamos con irresponsables que decidieron interpretar, a la buena de Dios, los dilemas más complejos de la existencia. Pero esta gente se juega sus títulos, y en más de un caso su prestigio como profesores: está la neurobióloga de la John Hopkins y el físico nuclear de la Universidad de Oregon, el anestesiólogo de la Arizona, el psiquiatra del MIT y el ingeniero de Stanford. Son graduados y no simples ‘expertos’ o ‘especialistas’, como suelen declararse los charlatanes que, sin nada que perder, buscan sacar algún dinero de la controversia mentirosa que generan sus ideas. Sólo David Albert, un filósofo con aire transilvano de la Universidad de Columbia, se declaró avergonzado del material resultante y acusó a los directores de haber editado tendenciosamente las declaraciones para ajustarlas a su propia agenda.
Así, la película termina siendo un golpe a los que se consideran los grados académicos superiores. Si uno sale de un doctorado así de equivocado, ¿qué sentido tiene hacerlo? ¿Qué dificultad representa aprobarlo? Aunque me falta decir algo: en el reparto también está la clave para la flagrante estupidez. Los dos integrantes con mayor despliegue en el filme son Joe Dispenza, quiropráctico a medio camino entre Chavelo y Oliver Hardy; y Judy Zebra Knight, una rubia de labios protuberantes que se presenta como ‘master teacher’ (maestro de maestros), eufemismo grandilocuente para lo que en realidad vende: ‘spiritual guide’ (guía espiritual). A estos curiosos personajes los conecta una institución: la Ramtha’s School for Enlightment (Escuela de Ramtha para la Iluminación). ¿Y quién es Ramtha, que no la vemos en la película? Una revelación. Una entidad de 35.000 años, dice Knight, que en 1977 se le apareció para contarle “cómo se hacía la realidad”. Ya que ella tuvo la suerte de registrar la aparición terminó fundando y dirigiendo la escuela. Tres de sus discípulos son los directores del documental. 

Los que he mencionado son sólo unos de los tantos elementos flojos de esta farsa. Sé, por ejemplo, que la anécdota sobre los indios incapaces de ver las naves de Colón no es cierta. Tampoco es cierto el supuesto estudio realizado en Washington donde a partir de 4.000 personas meditando se logró una reducción en la tasa de crimen (¿cuál?) del 25% . Del objeto que está en dos lugares a la vez, y que se puede ver en “numerosos laboratorios a lo largo de Estados Unidos” no encuentro ninguna información. Sé que la referencia al colapso de la función de onda (las pelotas de baloncesto) emplea una falacia que confunde al observador con el determinante, e incluso sé que mienten en los puros detalles, como que el cuerpo humano es 90% agua. 
Hablando de agua leo que Masaru Emoto, el dueño del estudio microscópico sobre la influencia de las palabras y los pensamientos en los cristales, vive en el descrédito por acomodar los resultados de sus experimentos. Como no ha logrado probar nada, vende calendarios en Facebook, a 29 dólares la pieza.

domingo, 17 de noviembre de 2013

The Wire

Por: David Quiceno



Calificación:
Todas las sombras, The Wire

Escrita por un periodista temperamental y un veterano de la guerra de Vietnam, dueña de cinco temporadas, de sesenta capítulos y un reparto coral de más de treinta personajes, a The Wire le queda corta cualquier retahíla de elogios. No soy el primero que lo intenta, por supuesto. Desde los convencionales críticos de periódico hasta novelistas de la más consagrada línea, pasando por incontenibles grupos de fanáticos y actores, directores y tramoyistas la serie, hace más de una década, viene recibiendo su justa dosis de mermelada. Sin mucha expectativa la encontré hace un par de meses, y el resultado ha sido tan avasallador que me está costando revisar tramas menos densas sin caer en una crítica desdeñosa. No lo esperé hasta muy entrada la serie, y esa es la principal recomendación que quisiera hacer a cualquier eventual y nuevo espectador: que aguante. Porque en las primeras horas el tránsito de las cámaras nítidas de 35mm conque se graba el cine actual hacia la pobre imagen que conseguía la televisión once años atrás cuesta. Cuesta la ausencia de WideScreen, que deja sendos cuadros negros a lado y lado de la pantalla, o la falta (por costumbre) de una presentación efectista, pulida hasta el exceso en el computador. Con nada de lo anterior cuenta The Wire, pero ninguna como esta serie para probarnos que eso es la pura envoltura, que hace falta una cierta ignorancia para pensar que una historia se hace grande derrochando presupuesto en fotografía y CGI. ¿De qué se trata entonces esta serie que pontifico tan descomunal y por encima de las demás? De todo. The Wire trata de la vida misma en un mundo que colapsa, como el nuestro. ¿Cómo explicarlo? Más de uno ha echado mano de un reduccionismo apócrifo: decir que es una serie policíaca que se centra en un grupo especial de interceptaciones telefónicas en la ciudad de Baltimore. Nada más cierto y a la vez lejos de la verdad. The Wire, sí, utiliza el esquema clásico de una confrontación entre policías y traficantes, sucede en la ciudad de Baltimore y las interceptaciones telefónicas se presentan como una de las principales herramientas de la policía. Pero limitarse a decir esto, enmarcarla en un género para que se confunda con Miami Vice, Rookie Blue o CSI es un despropósito. Porque, en comparación con la imagen descarnada de la realidad que nos pinta The Wire, los intentos de realismo que adornan la temática del cine y la televisión de hoy se me antojan tiernos. Además, no se queda ni en la policía ni en las drogas, aunque sea verdad que esas dos líneas conectan las muy diversas tramas. The Wire contempla, y nos entrega para que suframos, para que riamos y lloremos, las historias de todos los afectados por una sociedad convulsa: el agente que se preocupa y el que no, el político que aprovecha y el que no, el mendigo, el estudiante, el periodista, el fiscal, el abogado, el trabajador, el vendedor, el productor y el intermediario. El ciudadano de a pie que quisiera, pero no consigue, marginarse; el profesor de escuela que quiere, pero no puede, ignorar lo que está viendo. El ex-presidiario que busca redención y el director de campañas políticas, que la vende para conseguir votos. Todos, en cierto punto, en cierta situación, son lo uno o lo otro, porque The Wire también es rica en disyuntivas, en ambigüedades morales y en críticas a nuestra condición humana. Se trata de una serie que nos muestra el abandono de las instituciones, pero también el abandono al que como individuos nos entregamos si la suerte se ensaña con nosotros.
Pensándolo bien, se me ocurre una forma de explicar esta trama: The Wire es una serie sobre los demonios. Sobre los demonios que rondan nuestra vida y sobre los ángeles que nos desamparan. Lo dice la canción de Tom Waits, que suena en el inicio de cada capítulo: “you gotta keep the devil, way down in the hole”, (tienes que mantener al diablo, bien abajo en el agujero). La frase misma es una resignación, una suerte de vacío, de derrota. Al diablo no podemos matarlo, ni suprimirlo, sino, y a duras penas, esconderlo, empujarlo al fondo de un hoyo del que siempre vuelve a salir. Eso es The Wire, la serie que nos muestra los esfuerzos descomunales en que se empeña la sociedad para afrontar guerras que tiene perdidas, que siempre pierde. Y el diablo, para todos, es diferente. Para unos es el choque entre bandas por el control del tráfico, que implica miles de muertos, para otros la adicción que enajena la voluntad. Para los más, la simple ira, el enojo de un compañero al lado o la retaliación desproporcionada de un jefe, un superior o un alcalde que han encontrado una mancha en su gestión. Dice al final la canción: “you gotta help me keep the devil, way down in the hole”, porque The Wire también es una historia sobre la soledad, sobre el grito de ayuda (¡help me!) que no es atendido, y ante su desatención, ante la indiferencia de los demás es que nos convertimos en lo que nunca esperamos. El universo de The Wire es un universo hobbesiano donde cada quien, sin importar el cargo que ocupe, actúa por su propio interés, se preocupa primero de la estadística que está reflejando y después, si tiene tiempo, si le conviene, de los demás. Escribe Mario Vargas Llosa que esta serie le recordó “esas grandes novelas decimonónicas de Dickens o de Dumás”. A mí me recuerda, precisamente, las novelas de Vargas Llosa: los funcionarios corruptos de Conversación en la catedral, las investigaciones contrahechas de Lituma en los Andes y Palomino Molero. McNulty de algo se me parece al capitán Pantoja y William Rawls, uno de los personajes mejor logrados, al acomodaticio Tigre Collazos. Pero prefiero no ahondar y arriesgarme a lanzar spoilers, una serie tan exquisita, que aplasta de forma tan contundente nuestra ilusión de que la sociedad está bien, que no nos consuela ni nos entrega finales felices o vacío optimismo, merece ser juzgada en persona. Para eso al final de esta entrada remito a un enlace donde podrán encontrar las tres primeras temporadas. Como cualquier cosa en este mundo, The Wire tiene sus altibajos. Algunas actuaciones, por ejemplo, podrían mejorar. Personajes como los de Marlo Stanfield o Shakima Greggs, incluso el de Cedric Daniels, podrían haber tenido una mejor interpretación, pero se trata de tal variedad, y de historias tan nutridas, que ni un papel mediocre arruina el conjunto. Otro punto negro para la historia de la televisión más que para la de la serie es la sorprendente ausencia de premios. The Wire es para los Emmy y los Golden Globe el error que para los Nobel significó haber ignorado la poesía de Borges o la narrativa de Tolstoi, el premio que no entregaron pero todo conocedor sabe que merecían por sobrados méritos.
Al querido lector le puede parecer que me estoy excediendo en halagos, pero por esto no tiene que preocuparse. The Wire no es una serie pretenciosa, a tal punto que, ya mencioné, tarda en desnudar su impecable calidad. No venimos a entender lo que sucede sino hasta varios capítulos después, no nos sentimos retratados sino hasta varias temporadas más tarde. El producto se toma su tiempo, está hecho para contar, para transmitir y no para entregar al televidente la respuesta fácil en los primeros minutos. Como cualquier morbodrama de Tarantino, la serie abre el telón con tres hilos de sangre corriendo a través de un pavimento agrietado. De allí, de la aparente simpleza y esquematismo, comienza el viaje por un río de historias que, como en el poema de Borges, son un espejo que nos revela nuestra propia cara. Al nuevo espectador hay que pedirle que no desespere, que se tome su tiempo para juzgar y no se deje engañar. Las dos primeras temporadas son una presentación del entorno, la primera es la más policíaca, y nos muestra una cacería en toda regla, nos enseña cómo piensan los detectives y administrativos de la policía de Baltimore. La segunda es tal vez la más lenta y difícil de ver, pero sin ella no serían posibles las demás, porque es la que muestra las tribulaciones del trabajador raso en oposición a la tranquilidad del importador de droga. La tercera, por fin, comienza lo que creo es la verdadera historia de The Wire: lo que le hace el conflicto que nos han presentado en las veinticinco horas pasadas a la sociedad, que incluye la política y la educación. La cuarta nos muestra, desde adentro, lo que implican unas elecciones en una ciudad, y para cerrar la última nos introduce al mundo del periodismo y con él, con el escándalo, se atan todos los cabos sueltos en los cincuenta capítulos anteriores. Si continúo temo arruinar la experiencia para alguien, así que remito a una página donde pueden encontrar las tres primeras temporadas, en idioma original y subtituladas, como debe ser: The Wire online. Por último y sólo para disfrutarla, la mencionada canción de Tom Waits que abre la serie, de su álbum ‘Frank’s Wild Years’ (1987):





domingo, 10 de noviembre de 2013

La buena televisión

Por: David Quiceno
La buena televisión, Todas las sombras

Decía que el cine y la televisión, al igual que algunos ritmos musicales, reciben una oposición insensata e intolerante. Porque aunque se entiende que ‘Gatita dame calor’ no atraiga al mismo público que Bach, ambas son elementos de expresión y no de educación. Resulta injusto reclamarles profundidad, porque no son filosofía, o acusarlas de transmitir un mensaje que no nos identifica, si otros lo hacen. En los escasos minutos que dura una canción a lo mejor que un artista puede aspirar está entre una sonrisa y una lágrima, ambas pasajeras. Algunos se erizan con la tristeza de los adagios de Albinoni y a otros les sucede con la salsa de Marc Anthony. Todo depende de patrones culturales específicos que provienen de nuestra educación sentimental. Pero a diferencia de la música, la televisión, que corre veinticuatro horas al día, siete días a la semana, es un medio que puede permitirse la extensión necesaria para desarrollar ideas complejas. No todos lo hacen, y hasta cierto punto está bien. En un mundo tan lleno de angustias y misterios, de frustraciones e injusticias como el nuestro a veces la frivolidad, la comedia y la payasada se convierten en escapes necesarios. Pero si eso es todo lo que tenemos, la televisión habría perdido su capacidad de transmisión y, en consecuencia, su carácter artístico. Si un instrumento tan imponente como este sólo nos entrega novelones esquemáticos y programas de concursos, si nos muestra el espectro que va del ‘Factor X’ a ‘María la del barrio’ entonces en vez de ayudarnos a pensar nos está bloqueando. El abuso del entretenimiento, al igual que el del sexo, las drogas o el alcohol, nos hace vulnerables a la manipulación. La excusa de quienes dirigen las cadenas es que se le da a la gente lo que quiere, lo que pide, lo que eleva más el rating. Pero la obligación de los artistas y los directores de medios está también en retratar los claroscuros, la dualidad moral sin la cual es imposible la realidad. A veces lo fácil, pero cuando se precisa lo que no lo es. Me veo tentado a seguir por esta vía, dedicarme a hablar de las tantas cosas tontas que nos meten por los ojos. Si nos guiamos por RCN y Caracol, por TeleAzteca y VeneVisión o por Disney y Fox nada de esto existe. Si nuestras guías son quienes producen basura, la suerte está echada, el fracaso es rotundo y la intención de alienar que tiene la TV supera por mucho la de reflexión. Con este artículo pretendo algo menos pesimista. Lo que busco aquí es defender, al igual que con la música en la entrada anterior, que la estupidez no es propia del medio (no es todo el reggaetón, ni toda la TV), sino específica en cada mensaje (son algunos programas, así sean muchos programas).
            No pienso quedarme en el facilismo de la cultura y las investigaciones: Discovery, History, Señal Colombia. Su labor, sin duda encomiable, ofrece un producto tan diferente a quienes lideran la carrera por el rating que dificulta la comparación. Por otro lado su credibilidad está cada vez más manchada, en el caso local, por documentales falaces (cuyos datos, de todas maneras, nadie verifica ni condena), y en el internacional por elementos sensacionalistas (infinitos programas sobre ovnis o realities de médiums). Quiero discutir buen entretenimiento, con tesis, con significado. En definitiva: buena televisión dramática, que la hay. Para empezar quisiera ofrecer al lector un par de indicadores que tal vez desconozca. Por un lado, el ranking de las 100 series mejor escritas, elaborado por la Asociación Americana de Guionistas. Por otro el listado que se va creando a partir de la votación entre los mismos televidentes en el Internet Movie DataBase (IMDb highest rated TV Series).
            ¿Qué hacen allí, tan adelante, bufonadas como 'Arrested Development' o '30 Rock'? No sé, imagino que algo similar a lo que le da mil ochocientos millones de visitas al 'Gangnam Style', del rapero Psy. Pero sí sé de otros que se han ganado su lugar con un guión sorprendente, una producción limpia y unas actuaciones destacadas, como 'Dexter' o 'Sopranos'. No pretendo, ni mucho menos, haber pasado por todos los elementos de la lista, pero sí le he metido el diente a un buen número de ellos. Reconozco que se trata en su mayoría de series norteamericanas, pero lo más seguro es que esto extrañe a pocos. Si hay una industria sobre la que Estados Unidos posea una ventaja descomunal con respecto a sus competidores es la de las artes audiovisuales. En contraposición el modelo con el que se hace televisión en Latinoamérica impide, casi adrede, las buenas historias. No por la tecnología de las cámaras y los efectos especiales; que se entiende proliferan en las potencias económicas; sino por lo que se busca con el producto: presentar cinco o seis nuevos capítulos de lunes a sábado después del noticiero de las siete, sin interrupciones entre temporadas, salvo los quince días de sagrado descanso en la navidad. ¿A qué genio torrencial se le pueden encargar guiones con contenido, con reflexiones, para entregar, uno tras otro, todos los días a las cuatro de la tarde durante dos o tres años? Es la prisa, el afán de producir y no la falta de creatividad, lo que nos deja a nosotros con 'Padres e Hijos' y a ellos con 'Boardwalk Empire', lo que permite que allá el arte todavía tenga un propósito social y aquí nos presente como caricaturas, como puro entretenimiento. Porque las empresas que se dedican a esto, con seriedad, con estructura, nos traen doce capítulos al año, que se pulen hasta el minuto antes de salir al aire. Las buenas historias, pues, no es que tengan que provenir de Estados Unidos, pero de allá salen, porque allá están las condiciones para hacerlas. Y hay una en especial, por encima de la aclamada 'Breaking Bad' o de la minuciosa 'Mad Men', de la favorita del presidente Obama, 'Homeland', y de la fantástica 'Game of Thrones'; una serie que nos pinta un universo tan rico, tan interesante, tan lleno de sorpresas en cada recoveco que me atrevo a señalar está por encima de casi toda la literatura narrativa que ha visto la luz en este siglo. Porque, digámoslo de paso, la crítica intolerante a la televisión suele coincidir con la defensa ciega a la literatura. El mensaje, repito, no depende del medio, no es verdad que un libro siempre será mejor que una película. No todo lo escrito es interesante ni todo lo representado vacuo. Al contrario, de libros malísimos pueden salir filmes excelentes y, de libros excelentes, filmes pésimos. Hay una serie, digo, que por su trama intrincada, por la relevancia de su denuncia y por la variedad y complejidad de sus personajes merece elogios por encima de las demás. Pero se me va acabando el espacio de esta entrada, así que prometo dedicarle la próxima