Siguiendo
con esto de cazar imposturas que se nos presentan como ciertas, hace un par de
meses circuló por las redes sociales, con mucho éxito, el titular de que 'los amantes del reggaeton son 20% menos inteligentes' que los de la música clásica
o el rock. La historia, si alguien la leyó, no contenía mayores datos. Se
cuenta que el estudio lo elaboró la Universidad de Bamako, en Malí, y se daba a
entender que a cinco mil personas se les realizó un test de IQ para luego
preguntarles qué tipo de música escuchaban. He intentado, sin suerte, encontrar
cualquier rastro del documento original, emanado de la universidad.
Aquí cabe preguntar, ¿dónde quedó la labor de revisar la
lógica de la noticia antes de publicarla? Porque si bien esto fue difundido de
perfil en perfil, de twit en twit, proviene directo de cadenas que se suponen
serias (y con recursos para corroborar fuentes), como RCN Radio o el Diario
Vasco. Al igual que en el caso de Corley, del que hablé días atrás, esto falla
hasta por la más simple de las formas. En primer lugar, el emisor. ¿A quién se le
ocurre que un estudio sobre el reggaeton se lleve a cabo en las comunidades de
Malí, cuando cualquiera con cuatro dedos de frente sabe que se trata de un
ritmo centro y latinoamericano? Cierto es que, desde sus nichos en Panamá y
Puertorrico, se ha propagado con estruendo hacia el sur, alcanzando gran
popularidad en el cono entre Colombia y Argentina. Tampoco se desconoce que de
tanto en tanto suena en Norteamérica y Europa, como se puede corroborar
revisando el itinerario de algún exponente promedio. Pero su presencia en la
periferia africana es más bien marginal, si no nula. Aún así, RCN nos vende la
ilusión de que la Universidad de Bamako se las arregló para entrevistar a nada
menos que cinco mil fanáticos del género. Ese tamaño de muestra es otro
punto flojo de la noticia. Suponiendo que los hubiera, ¿se atrevería a destinar
en eso sus recursos una universidad que aún no cumple 20 años de
funcionamiento? Porque cinco mil entrevistas, con sus correspondientes pruebas
de coeficiente, no es poca cosa. Cualquiera que conozca la mecánica de la
academia sabe que se trata de una tarea de varios años, de un grupo de
investigación numeroso. Esto es aún menos creíble en un país que, leo, enfrenta
una guerra civil entre el ejército y el integrismo islámico, con intervenciones
esporádicas de la Unión Europea que busca desmantelar la amenaza terrorista.
¿Nada mejor en qué gastar los recursos de la universidad pública africana? La
falsedad de la noticia salta a la vista, y deja en evidencia que nuestros
medios de comunicación no están siendo serios, que asumen cualquier dato si se
les dice que proviene de un estudio, que tiene renombre. Sin duda, algo de
culpa también le corresponde a los miles de usuarios que la compartieron,
esgrimiéndola como prueba imbatible.
Pero todo esto son nimiedades de la
forma, y no pienso detenerme en ellas. Más interesante sería si el estudio
fuera cierto, si se hubiera llevado a cabo. Porque la conclusión a la que llega
es otro de esos saltos alegrones que sólo se pueden presentar tras el escudo de
un número, de una estadística. La idea no es tanto que uno sea más o menos
inteligente, sino que existen jerarquías musicales, que hay músicas peores y
mejores, mayores y menores, y que dependiendo de qué tanto tiempo le dediques a
las buenas te culturizas y aprendes. En esa curiosa escala me imagino que prima
la música clásica, y la ópera si se le tiene en cuenta; tras ellas el jazz y
cerca el rock. Después, la gleba; primero el folclor: los bambucos, las
sevillanas, los corridos, el country; y por último lo que en términos musicales
ralla con el insulto, lo comercial: la música electrónica, el pop y el
reggaeton. Pues bien, ese, como las pruebas imaginarias de
Bamako o los corolarios falaces de Corley, es un enunciado que no se sostiene.
La música no es un instrumento civilizador,
pese a ser un producto de la civilización. Es, por el contrario, un canal
desinhibidor, que busca desatar pasiones y sentimientos, sonrisas cuando no
llantos. Al escuchar música no se piensa, ¡oh, cómo me están educando!, sino,
¡oh, cómo me están conmoviendo! El hecho de que en la actualidad a la mayoría
no nos impresione lo clásico nos ha llevado a la equívoca premisa de que quien
lo escucha, impávido, no está relajándose sino aprendiendo, no entusiasmado con
la armonía sino concentrado en un complejo análisis. De allí salen absurdos de
toda laya, desde la misma jerarquía hasta el efecto Mozart empleado para
predisponer a los bebés, como en la hipnopedia de Huxley. De ver a los
seguidores de Tchaikovsky con terno y corbatín hemos saltado a la falaz
conclusión de que es Tchaikovsky quien así los viste, que las melodías que
disfrutan son las que definen su nivel intelectual y, por defecto, su rango y
valor social. Si detallo lo que ha causado me podría quedar un libro lanzando
hipótesis, la frecuencia con que los esnobs aluden al clasicismo o la manía de
las nuevas generaciones por convertirse en caricaturas de los cantantes que
idolatran. De lejos la consecuencia más preocupante es la justificación
pseudo-intelectual que se le está dando a la intolerancia. No sólo contra el
reggaeton, sino contra otros grupos igual de numerosos: los punk, los emo, los
salseros. Suficiente de esta tontería, la música es una manifestación cultural,
pero no culturiza: desinhibe, libera. Está hecha para compartir, para transmitir,
no para debatir. Para reflexionar tenemos las novelas de Faulkner y los cuadros
de Caravaggio. Ninguna canción es un tratado filosófico. En todos los géneros
hay exponentes que pueden resultar, según la perspectiva, agradables o
grotescos. Si no, vaya y revise las composiciones clásicas de Schönberg. La
música se juzga canción por canción, cuando mucho autor por autor, no género
por género, como si cada oyente perteneciese a una tribu y de acabar con las
demás dependiese la supervivencia de la propia. ¿Existen en verdad argumentos
para repudiar al reggaeton, al trash metal o a Schönberg? Porque lo que yo veo
es un estudio falso, y detrás de su consigna un sinfín de prejuicios. Lo que me
resulta problemático es que la intolerancia suele provenir de gente despierta,
curiosa, de izquierdistas que claman justicia, de liberalistas que piden
tolerancia, de jóvenes que se declaran contra el sistema y dispuestos a
liderarnos hacia un futuro brillante y renovado.
Por último. Un argumento que ronda
este debate dice que la cultura es un asunto de élites, que siempre lo ha sido,
que las mejores manifestaciones de la pintura, la escultura y las letras se las
ha entregado al mundo la realeza. Eso no es falso, pero tampoco es del todo
cierto. Para apreciar algunas manifestaciones (el ballet, la ópera, los
ladrillos de Nietzche) se necesita una sensibilidad que se desarrolla a través
de la exposición continua que sólo se pueden permitir pequeños grupos
sociales. Pero existe cultura democrática, manifestaciones universales, la
mayor parte de la música entra en esta denominación. La televisión y el cine
son dos medios imponentes que permiten una difusión equitativa de la cultura, y
como algunos géneros musicales reciben una oposición insensata, intolerante. En
entradas posteriores me estaré ocupando del tema