Escrita por un periodista temperamental y un veterano de la guerra de Vietnam, dueña de cinco temporadas, de sesenta capítulos y un reparto coral de más de treinta personajes, a The Wire le queda corta cualquier retahíla de elogios. No soy el primero que lo intenta, por supuesto. Desde los convencionales críticos de periódico hasta novelistas de la más consagrada línea, pasando por incontenibles grupos de fanáticos y actores, directores y tramoyistas la serie, hace más de una década, viene recibiendo su justa dosis de mermelada. Sin mucha expectativa la encontré hace un par de meses, y el resultado ha sido tan avasallador que me está costando revisar tramas menos densas sin caer en una crítica desdeñosa. No lo esperé hasta muy entrada la serie, y esa es la principal recomendación que quisiera hacer a cualquier eventual y nuevo espectador: que aguante. Porque en las primeras horas el tránsito de las cámaras nítidas de 35mm conque se graba el cine actual hacia la pobre imagen que conseguía la televisión once años atrás cuesta. Cuesta la ausencia de WideScreen, que deja sendos cuadros negros a lado y lado de la pantalla, o la falta (por costumbre) de una presentación efectista, pulida hasta el exceso en el computador. Con nada de lo anterior cuenta The Wire, pero ninguna como esta serie para probarnos que eso es la pura envoltura, que hace falta una cierta ignorancia para pensar que una historia se hace grande derrochando presupuesto en fotografía y CGI. ¿De qué se trata entonces esta serie que pontifico tan descomunal y por encima de las demás? De todo. The Wire trata de la vida misma en un mundo que colapsa, como el nuestro. ¿Cómo explicarlo? Más de uno ha echado mano de un reduccionismo apócrifo: decir que es una serie policíaca que se centra en un grupo especial de interceptaciones telefónicas en la ciudad de Baltimore. Nada más cierto y a la vez lejos de la verdad. The Wire, sí, utiliza el esquema clásico de una confrontación entre policías y traficantes, sucede en la ciudad de Baltimore y las interceptaciones telefónicas se presentan como una de las principales herramientas de la policía. Pero limitarse a decir esto, enmarcarla en un género para que se confunda con Miami Vice, Rookie Blue o CSI es un despropósito. Porque, en comparación con la imagen descarnada de la realidad que nos pinta The Wire, los intentos de realismo que adornan la temática del cine y la televisión de hoy se me antojan tiernos. Además, no se queda ni en la policía ni en las drogas, aunque sea verdad que esas dos líneas conectan las muy diversas tramas. The Wire contempla, y nos entrega para que suframos, para que riamos y lloremos, las historias de todos los afectados por una sociedad convulsa: el agente que se preocupa y el que no, el político que aprovecha y el que no, el mendigo, el estudiante, el periodista, el fiscal, el abogado, el trabajador, el vendedor, el productor y el intermediario. El ciudadano de a pie que quisiera, pero no consigue, marginarse; el profesor de escuela que quiere, pero no puede, ignorar lo que está viendo. El ex-presidiario que busca redención y el director de campañas políticas, que la vende para conseguir votos. Todos, en cierto punto, en cierta situación, son lo uno o lo otro, porque The Wire también es rica en disyuntivas, en ambigüedades morales y en críticas a nuestra condición humana. Se trata de una serie que nos muestra el abandono de las instituciones, pero también el abandono al que como individuos nos entregamos si la suerte se ensaña con nosotros.
Pensándolo bien, se me ocurre una forma de explicar esta trama: The Wire es una serie sobre los demonios. Sobre los demonios que rondan nuestra vida y sobre los ángeles que nos desamparan. Lo dice la canción de Tom Waits, que suena en el inicio de cada capítulo: “you gotta keep the devil, way down in the hole”, (tienes que mantener al diablo, bien abajo en el agujero). La frase misma es una resignación, una suerte de vacío, de derrota. Al diablo no podemos matarlo, ni suprimirlo, sino, y a duras penas, esconderlo, empujarlo al fondo de un hoyo del que siempre vuelve a salir. Eso es The Wire, la serie que nos muestra los esfuerzos descomunales en que se empeña la sociedad para afrontar guerras que tiene perdidas, que siempre pierde. Y el diablo, para todos, es diferente. Para unos es el choque entre bandas por el control del tráfico, que implica miles de muertos, para otros la adicción que enajena la voluntad. Para los más, la simple ira, el enojo de un compañero al lado o la retaliación desproporcionada de un jefe, un superior o un alcalde que han encontrado una mancha en su gestión. Dice al final la canción: “you gotta help me keep the devil, way down in the hole”, porque The Wire también es una historia sobre la soledad, sobre el grito de ayuda (¡help me!) que no es atendido, y ante su desatención, ante la indiferencia de los demás es que nos convertimos en lo que nunca esperamos. El universo de The Wire es un universo hobbesiano donde cada quien, sin importar el cargo que ocupe, actúa por su propio interés, se preocupa primero de la estadística que está reflejando y después, si tiene tiempo, si le conviene, de los demás. Escribe Mario Vargas Llosa que esta serie le recordó “esas grandes novelas decimonónicas de Dickens o de Dumás”. A mí me recuerda, precisamente, las novelas de Vargas Llosa: los funcionarios corruptos de Conversación en la catedral, las investigaciones contrahechas de Lituma en los Andes y Palomino Molero. McNulty de algo se me parece al capitán Pantoja y William Rawls, uno de los personajes mejor logrados, al acomodaticio Tigre Collazos. Pero prefiero no ahondar y arriesgarme a lanzar spoilers, una serie tan exquisita, que aplasta de forma tan contundente nuestra ilusión de que la sociedad está bien, que no nos consuela ni nos entrega finales felices o vacío optimismo, merece ser juzgada en persona. Para eso al final de esta entrada remito a un enlace donde podrán encontrar las tres primeras temporadas. Como cualquier cosa en este mundo, The Wire tiene sus altibajos. Algunas actuaciones, por ejemplo, podrían mejorar. Personajes como los de Marlo Stanfield o Shakima Greggs, incluso el de Cedric Daniels, podrían haber tenido una mejor interpretación, pero se trata de tal variedad, y de historias tan nutridas, que ni un papel mediocre arruina el conjunto. Otro punto negro para la historia de la televisión más que para la de la serie es la sorprendente ausencia de premios. The Wire es para los Emmy y los Golden Globe el error que para los Nobel significó haber ignorado la poesía de Borges o la narrativa de Tolstoi, el premio que no entregaron pero todo conocedor sabe que merecían por sobrados méritos.
Al querido lector le puede parecer que me estoy excediendo en halagos, pero por esto no tiene que preocuparse. The Wire no es una serie pretenciosa, a tal punto que, ya mencioné, tarda en desnudar su impecable calidad. No venimos a entender lo que sucede sino hasta varios capítulos después, no nos sentimos retratados sino hasta varias temporadas más tarde. El producto se toma su tiempo, está hecho para contar, para transmitir y no para entregar al televidente la respuesta fácil en los primeros minutos. Como cualquier morbodrama de Tarantino, la serie abre el telón con tres hilos de sangre corriendo a través de un pavimento agrietado. De allí, de la aparente simpleza y esquematismo, comienza el viaje por un río de historias que, como en el poema de Borges, son un espejo que nos revela nuestra propia cara. Al nuevo espectador hay que pedirle que no desespere, que se tome su tiempo para juzgar y no se deje engañar. Las dos primeras temporadas son una presentación del entorno, la primera es la más policíaca, y nos muestra una cacería en toda regla, nos enseña cómo piensan los detectives y administrativos de la policía de Baltimore. La segunda es tal vez la más lenta y difícil de ver, pero sin ella no serían posibles las demás, porque es la que muestra las tribulaciones del trabajador raso en oposición a la tranquilidad del importador de droga. La tercera, por fin, comienza lo que creo es la verdadera historia de The Wire: lo que le hace el conflicto que nos han presentado en las veinticinco horas pasadas a la sociedad, que incluye la política y la educación. La cuarta nos muestra, desde adentro, lo que implican unas elecciones en una ciudad, y para cerrar la última nos introduce al mundo del periodismo y con él, con el escándalo, se atan todos los cabos sueltos en los cincuenta capítulos anteriores. Si continúo temo arruinar la experiencia para alguien, así que remito a una página donde pueden encontrar las tres primeras temporadas, en idioma original y subtituladas, como debe ser: The Wire online. Por último y sólo para disfrutarla, la mencionada canción de Tom Waits que abre la serie, de su álbum ‘Frank’s Wild Years’ (1987):