Las memorias de esta conferencia, dictada en 1927 por el matemático Bertrand Russell, constituyen una de las más respetuosas y a la vez demoledoras críticas jamás hechas a la religión cristiana. Partiendo del trabajo de Josefina Martínez Alinari, presentamos esta versión corregida de la traducción.
El tema del que voy a hablarles esta
noche es por qué no soy cristiano. Quizás debería, en primer lugar, intentar
establecer qué quiere uno decir con la palabra cristiano. Esta es utilizada en nuestros
días en un sentido muy impreciso por un gran número de gente. Algunas personas no
quieren decir con ello más que alguien que intenta vivir una buena vida. En ese
caso supongo que habría cristianos en todas las sectas y credos; pero no creo
que ese sea el significado correcto de la palabra, aunque sólo sea porque eso
implicaría que toda la gente que no es cristiana -todos los budistas,
confucionistas, musulmanes, y demás- no intentan vivir una buena vida. No me
refiero con cristiano a cualquier persona que procure vivir decentemente según
su propio criterio. Pienso que debes tener un cierto número de creencias
definidas antes de poder llamarte a ti mismo cristiano. La palabra ya no tiene
un significado tan preciso ahora como el que tenía en la época de San Agustín y
Santo Tomás de Aquino. En aquellos días, si un hombre decía que era cristiano
se sabía lo que quería decir. Aceptabas un completo conjunto de creencias
establecidas con gran precisión, y creías en todas y cada una de las sílabas de
ese credo con total convicción.
¿Qué es un cristiano?
Actualmente ya no es así. Debemos ser
un poco más imprecisos al referirnos al cristianismo. Creo, sin embargo, que
hay dos elementos diferentes que son esenciales para cualquiera que se
considere cristiano. El primero es de naturaleza dogmática -específicamente,
que debe creer en dios y en la inmortalidad. Si no cree en esas dos cosas no
considero que pueda llamarse cristiano. Más allá de eso, como su propio nombre implica,
usted debe tener algún tipo de creencia sobre Cristo. Los musulmanes, por
ejemplo, también creen en dios y en la inmortalidad, y sin embargo no se
llamarían a sí mismos cristianos. Creo que debe tener como mínimo la creencia
de que Cristo era, si no divino, al menos el mejor y el más sabio de los
hombres. Si no va usted a creer en Cristo hasta ese punto no creo que tenga
ningún derecho a denominarse cristiano. Por supuesto, hay otro significado, que
pueden encontrar en el Almanaque Whitaker y en libros de geografía, donde se
dice que la población del mundo se divide entre cristianos, musulmanes,
budistas, idólatras y otros; y en ese sentido todos nosotros somos cristianos.
Los libros de geografía nos incluyen a todos nosotros, pero ese es un sentido
puramente geográfico que supongo podemos ignorar. Por lo tanto, considero que
cuando les digo por qué no soy cristiano debo decirles dos cosas diferentes:
primero, por qué no creo en dios ni en la inmortalidad; y segundo, por qué no
creo que Cristo fuese el mejor y más sabio de los hombres, aunque le otorgo un
grado muy alto de bondad moral.
Pero
por los exitosos esfuerzos de los no creyentes en el pasado, no podría tomar
una definición tan elástica del cristianismo como esa. Como he dicho antes, esa
palabra tenía antaño un significado mucho más específico. Por ejemplo, incluía
la creencia en el infierno. Creer en la eterna llama del infierno era un
elemento esencial en el credo cristiano hasta hace muy poco. En este país, como
ustedes saben, creer en el infierno dejó de ser un elemento esencial gracias a
una decisión del Consejo Privado, a la que se opusieron el arzobispo de
Canterbury y el arzobispo de York; sin embargo en este país nuestra religión es
establecida por Acto Parlamentario, y por lo tanto el Consejo Privado fue capaz
de modificar sus gracias y el infierno dejó de ser necesario para los
cristianos. Consecuentemente no insistiré en que un cristiano debe creer en el
infierno.
La existencia de Dios
Para llegar a esta cuestión sobre la
existencia de Dios: se trata de una cuestión grande y seria, y si intentase
tratarla de un modo adecuado debería retenerles a ustedes aquí hasta la llegada
del reino, por lo que tendrán que excusarme si la abordo de un modo algo
esquemático. Ustedes saben, por supuesto, que la Iglesia Católica ha
establecido como dogma que la existencia de Dios puede ser probada mediante la
razón pura. Es un dogma algo curioso, pero es uno de sus dogmas. Tuvieron que
introducirlo porque llegó un momento en el que los librepensadores adoptaron la
costumbre de decir que había tantos y tantos argumentos que la mera razón
alegaría contra la existencia de Dios, pero por supuesto ellos sabían por una
cuestión de fe que Dios existía. Los argumentos y las razones fueron descritos
en modo muy extenso, y la Iglesia Católica sentía que debía pararlo. Por lo
tanto determinaron que la existencia de Dios puede ser probada mediante la
razón pura y tuvieron que establecer los argumentos que según ellos lo
demostraban. Hay unos cuantos, por supuesto, pero yo solo tomaré unos pocos.
El argumento de la primera causa
Quizás el más simple y fácil de
comprender es el argumento de la primera causa (sostiene que todo lo que vemos
en este mundo tiene una causa, y a medida que retrocedemos más y más lejos en
la cadena de causas debemos llegar a una primera causa, y a esa primera causa
le damos el nombre de Dios). Ese argumento, supongo yo, no tiene mucho peso hoy
en día, porque, en primer lugar, ya no es lo que solía ser. Los filósofos y los
hombres de ciencia han trabajado sobre el concepto de causa y este ya no tiene
la vitalidad que tenía antes; pero, aparte de eso, pueden ver que el argumento
de que debe haber una primera causa no puede tener ninguna validez. Podría
decir que cuando yo era joven y reflexionaba muy seriamente sobre estas
cuestiones, durante mucho tiempo acepté el argumento de la primera causa, hasta
que un día, con 18 años, leí la autobiografía de John Stuart Mill, y allí
encontré esta frase: "mi padre me
enseñó que la pregunta ‘¿quién me hizo?’ no tiene respuesta, dado que conduce
inmediatamente a la siguiente cuestión ‘¿quién hizo a Dios?’" Esa
frase tan sencilla me enseñó, tal y como sigo pensando, la falacia en el
argumento de la primera causa. Si todo debe tener una causa, entonces Dios debe
tener una causa. Si puede haber algo sin causa, este algo puede ser tanto el mundo
como Dios, por lo que no puede haber ninguna validez en ese argumento. Es algo
de la misma naturaleza que la visión hinduista de que el mundo descansa sobre
un elefante y el elefante sobre una tortuga; y cuando les preguntaron "¿y qué pasa con la tortuga?" los
indios dijeron “¿y si cambiamos de tema?”.
El argumento no es realmente mejor que ese. No hay razón por la cual el mundo
no haya podido surgir sin una causa; ni, por otro lado, hay ninguna razón por
la cual no haya podido existir siempre. No hay razón para suponer que el mundo
haya tenido un principio. La idea de que las cosas deben tener un principio se
debe realmente a la pobreza de nuestra imaginación. Por lo tanto, quizás, no
necesito perder más tiempo en el argumento de la primera causa.
El argumento de la ley natural
Luego hay un argumento muy común
derivado de la ley natural. Fue un argumento favorito durante el siglo XVIII,
especialmente bajo la influencia de Sir Isaac Newton y su cosmogonía. La gente
observó los planetas que giraban en torno del sol, de acuerdo con la ley de
gravitación, y pensó que Dios había dado un mandato a aquellos planetas para
que se moviesen así y que lo hacían por aquella razón. Aquella era, claro está,
una explicación sencilla y conveniente que evitaba el buscar nuevas
explicaciones de la ley de la gravitación en la forma un poco más complicada
que Einstein ha introducido. Yo no me propongo dar una conferencia sobre la ley
de la gravitación, de acuerdo con la interpretación de Einstein, porque eso
también llevaría algún tiempo; sea como fuere, ya no se trata de la ley natural
del sistema newtoniano, donde, por alguna razón que nadie podía comprender, la
naturaleza actuaba de modo uniforme. Ahora sabemos que muchas cosas que
considerábamos como leyes naturales son realmente convenciones humanas. Sabemos
que incluso en las profundidades más remotas del espacio estelar la yarda sigue
teniendo tres pies. Eso es, sin duda, un hecho muy notable, pero no se le puede
llamar una ley natural. Y otras muchas cosas que se han considerado como leyes
de la naturaleza son de esa clase. Por el contrario, cuando se tiene algún
conocimiento de lo que los átomos hacen realmente, se ve que están menos
sometidos a la ley de lo que se cree la gente y que las leyes que se formulan
no son más que promedios estadísticos producto del azar. Hay, como todos
sabemos, una ley según la cual en los dados sólo se obtiene el seis doble
aproximadamente cada treinta y seis veces, y no consideramos eso como la prueba
de que la caída de los dados esté regulada por un plan; por el contrario, si el
seis doble saliera cada vez, pensaríamos que había un plan. Las leyes de la
naturaleza son así en gran parte de los casos. Hay promedios estadísticos que
emergen de las leyes del azar; y esto hace que la idea de la ley natural sea
mucho menos impresionante de lo que era anteriormente. Y aparte de eso, que
representa el momentáneo estado de la ciencia que puede cambiar mañana, la idea
de que las leyes naturales implican un legislador se debe a la confusión entre
las leyes naturales y las humanas. Las leyes humanas son preceptos que le
mandan a uno proceder de una manera determinada, preceptos que pueden
obedecerse o no; pero las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren
realmente las cosas y, como son una mera descripción, no se puede argüir que
tiene que haber alguien que les dijo que actuasen así, porque, si supusiéramos
tal cosa, nos veríamos enfrentados con la pregunta «¿por qué Dios hizo esas
leyes naturales y no otras?», si se dice que lo hizo por su propio gusto y sin
ninguna razón, se hallará entonces que hay algo que no está sometido a la ley,
y por lo tanto el orden de la ley natural queda interrumpido. Si se dice, como
hacen muchos teólogos ortodoxos, que, en todas las leyes divinas, hay una razón
de que sean ésas y no otras —la razón, claro está, de crear el mejor universo
posible, aunque al mirarlo uno no lo pensaría así—; si hubo alguna razón de las
leyes que dio Dios, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por lo
tanto, no hay ninguna ventaja en presentar a Dios como un intermediario.
Realmente, se tiene una ley exterior y anterior a los edictos divinos y Dios no
nos sirve porque no es el último que dicta la ley. En resumen, este argumento
de la ley natural ya no tiene la fuerza que solía tener. Estoy realizando
cronológicamente mi examen de los argumentos. Los argumentos usados en favor de
la existencia de Dios cambian de carácter con el tiempo. Al principio, eran
duros argumentos intelectuales que representaban ciertas falacias completamente
definidas. Al llegar a la época moderna, se hicieron menos respetables
intelectualmente y estuvieron cada vez más influidos por una especie de
vaguedad moralizadora.
El argumento del plan
El paso siguiente nos lleva al
argumento del plan. Todos conocen el argumento del plan: todo en el mundo está
hecho para que podamos vivir en él, y si el mundo variase un poco, no podríamos
vivir. Ese es el argumento del plan. A veces toma una forma curiosa; por
ejemplo se arguyó que los conejos tienen las colas blancas con el fin de que se
pueda disparar más fácilmente contra ellos. No sé cómo verían los conejos esta
aplicación. Es fácil parodiar este argumento. Todos conocemos la observación de
Voltaire de que la nariz estaba destinada a sostener las gafas. Esa clase de
parodia no ha resultado tan desatinada como parecía en el siglo XIII, porque,
desde Darwin, entendemos mucho mejor por qué las criaturas vivas se adaptan al
medio. No es que el medio fuera adecuado para ellas, sino que ellas se hicieron
adecuadas al medio, y esa es la base de la adaptación. No hay en ello ningún
indicio de plan.
Cuando
se examina el argumento del plan, es asombroso que la gente pueda creer que
este mundo, con todas las cosas que hay en él, con todos sus defectos, fuera lo
mejor que la omnipotencia y la omnisciencia han logrado producir en millones de
años. Yo realmente no puedo creerlo. Creen que, si tuvieran la omnipotencia y
la omnisciencia y millones de años para perfeccionar el mundo, ¿no producirían
nada mejor que el Ku-Klux-Klan o los fascistas? Además, si se aceptan las leyes
ordinarias de la ciencia, hay que suponer que la vida humana y la vida en
general de este planeta desaparecerán a su debido tiempo: es una fase de la
decadencia del sistema solar; en una cierta fase de decadencia se tienen las
condiciones y la temperatura adecuadas al protoplasma, y durante un corto
período hay vida en la vida del sistema solar. La luna es el ejemplo de lo que
le va a pasar a la tierra; se va a convertir en algo muerto, frío y sin vida.
Me
dicen que este criterio es deprimente, y que si la gente lo creyese no tendría
ánimo para seguir viviendo. No lo creo; es una tontería. Nadie se preocupa por
lo que va a ocurrir dentro de millones de años. Aunque crean que se están
preocupando por ello, en realidad se engañan a sí mismos. Se preocupan por cosas
mucho más mundanas, aunque sólo sea una mala digestión; pero nadie es realmente
desdichado al pensar lo que le va a ocurrir a este mundo dentro de millones de
años. Por lo tanto, aunque es una triste opinión el suponer que va a
desaparecer la vida —al menos, se puede pensar así, aunque, a veces, cuando
contemplo las cosas que hace la gente con su vida, es casi un consuelo—, no es
lo bastante para hacer la vida miserable. Sólo hace que la atención se vuelva
hacia otras cosas.
(...)