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domingo, 24 de noviembre de 2013

Por qué no soy cristiano (I)

Las memorias de esta conferencia, dictada en 1927 por el matemático Bertrand Russell, constituyen una de las más respetuosas y a la vez demoledoras críticas jamás hechas a la religión cristiana. Partiendo del trabajo de Josefina Martínez Alinari, presentamos esta versión corregida de la traducción.

Todas las sombras, Por qué no soy cristiano

El tema del que voy a hablarles esta noche es por qué no soy cristiano. Quizás debería, en primer lugar, intentar establecer qué quiere uno decir con la palabra cristiano. Esta es utilizada en nuestros días en un sentido muy impreciso por un gran número de gente. Algunas personas no quieren decir con ello más que alguien que intenta vivir una buena vida. En ese caso supongo que habría cristianos en todas las sectas y credos; pero no creo que ese sea el significado correcto de la palabra, aunque sólo sea porque eso implicaría que toda la gente que no es cristiana -todos los budistas, confucionistas, musulmanes, y demás- no intentan vivir una buena vida. No me refiero con cristiano a cualquier persona que procure vivir decentemente según su propio criterio. Pienso que debes tener un cierto número de creencias definidas antes de poder llamarte a ti mismo cristiano. La palabra ya no tiene un significado tan preciso ahora como el que tenía en la época de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. En aquellos días, si un hombre decía que era cristiano se sabía lo que quería decir. Aceptabas un completo conjunto de creencias establecidas con gran precisión, y creías en todas y cada una de las sílabas de ese credo con total convicción. 

¿Qué es un cristiano?

Actualmente ya no es así. Debemos ser un poco más imprecisos al referirnos al cristianismo. Creo, sin embargo, que hay dos elementos diferentes que son esenciales para cualquiera que se considere cristiano. El primero es de naturaleza dogmática -específicamente, que debe creer en dios y en la inmortalidad. Si no cree en esas dos cosas no considero que pueda llamarse cristiano. Más allá de eso, como su propio nombre implica, usted debe tener algún tipo de creencia sobre Cristo. Los musulmanes, por ejemplo, también creen en dios y en la inmortalidad, y sin embargo no se llamarían a sí mismos cristianos. Creo que debe tener como mínimo la creencia de que Cristo era, si no divino, al menos el mejor y el más sabio de los hombres. Si no va usted a creer en Cristo hasta ese punto no creo que tenga ningún derecho a denominarse cristiano. Por supuesto, hay otro significado, que pueden encontrar en el Almanaque Whitaker y en libros de geografía, donde se dice que la población del mundo se divide entre cristianos, musulmanes, budistas, idólatras y otros; y en ese sentido todos nosotros somos cristianos. Los libros de geografía nos incluyen a todos nosotros, pero ese es un sentido puramente geográfico que supongo podemos ignorar. Por lo tanto, considero que cuando les digo por qué no soy cristiano debo decirles dos cosas diferentes: primero, por qué no creo en dios ni en la inmortalidad; y segundo, por qué no creo que Cristo fuese el mejor y más sabio de los hombres, aunque le otorgo un grado muy alto de bondad moral. 
Pero por los exitosos esfuerzos de los no creyentes en el pasado, no podría tomar una definición tan elástica del cristianismo como esa. Como he dicho antes, esa palabra tenía antaño un significado mucho más específico. Por ejemplo, incluía la creencia en el infierno. Creer en la eterna llama del infierno era un elemento esencial en el credo cristiano hasta hace muy poco. En este país, como ustedes saben, creer en el infierno dejó de ser un elemento esencial gracias a una decisión del Consejo Privado, a la que se opusieron el arzobispo de Canterbury y el arzobispo de York; sin embargo en este país nuestra religión es establecida por Acto Parlamentario, y por lo tanto el Consejo Privado fue capaz de modificar sus gracias y el infierno dejó de ser necesario para los cristianos. Consecuentemente no insistiré en que un cristiano debe creer en el infierno. 

La existencia de Dios

Para llegar a esta cuestión sobre la existencia de Dios: se trata de una cuestión grande y seria, y si intentase tratarla de un modo adecuado debería retenerles a ustedes aquí hasta la llegada del reino, por lo que tendrán que excusarme si la abordo de un modo algo esquemático. Ustedes saben, por supuesto, que la Iglesia Católica ha establecido como dogma que la existencia de Dios puede ser probada mediante la razón pura. Es un dogma algo curioso, pero es uno de sus dogmas. Tuvieron que introducirlo porque llegó un momento en el que los librepensadores adoptaron la costumbre de decir que había tantos y tantos argumentos que la mera razón alegaría contra la existencia de Dios, pero por supuesto ellos sabían por una cuestión de fe que Dios existía. Los argumentos y las razones fueron descritos en modo muy extenso, y la Iglesia Católica sentía que debía pararlo. Por lo tanto determinaron que la existencia de Dios puede ser probada mediante la razón pura y tuvieron que establecer los argumentos que según ellos lo demostraban. Hay unos cuantos, por supuesto, pero yo solo tomaré unos pocos. 

El argumento de la primera causa

Quizás el más simple y fácil de comprender es el argumento de la primera causa (sostiene que todo lo que vemos en este mundo tiene una causa, y a medida que retrocedemos más y más lejos en la cadena de causas debemos llegar a una primera causa, y a esa primera causa le damos el nombre de Dios). Ese argumento, supongo yo, no tiene mucho peso hoy en día, porque, en primer lugar, ya no es lo que solía ser. Los filósofos y los hombres de ciencia han trabajado sobre el concepto de causa y este ya no tiene la vitalidad que tenía antes; pero, aparte de eso, pueden ver que el argumento de que debe haber una primera causa no puede tener ninguna validez. Podría decir que cuando yo era joven y reflexionaba muy seriamente sobre estas cuestiones, durante mucho tiempo acepté el argumento de la primera causa, hasta que un día, con 18 años, leí la autobiografía de John Stuart Mill, y allí encontré esta frase: "mi padre me enseñó que la pregunta ‘¿quién me hizo?’ no tiene respuesta, dado que conduce inmediatamente a la siguiente cuestión ‘¿quién hizo a Dios?’" Esa frase tan sencilla me enseñó, tal y como sigo pensando, la falacia en el argumento de la primera causa. Si todo debe tener una causa, entonces Dios debe tener una causa. Si puede haber algo sin causa, este algo puede ser tanto el mundo como Dios, por lo que no puede haber ninguna validez en ese argumento. Es algo de la misma naturaleza que la visión hinduista de que el mundo descansa sobre un elefante y el elefante sobre una tortuga; y cuando les preguntaron "¿y qué pasa con la tortuga?" los indios dijeron “¿y si cambiamos de tema?”. El argumento no es realmente mejor que ese. No hay razón por la cual el mundo no haya podido surgir sin una causa; ni, por otro lado, hay ninguna razón por la cual no haya podido existir siempre. No hay razón para suponer que el mundo haya tenido un principio. La idea de que las cosas deben tener un principio se debe realmente a la pobreza de nuestra imaginación. Por lo tanto, quizás, no necesito perder más tiempo en el argumento de la primera causa. 

El argumento de la ley natural

Luego hay un argumento muy común derivado de la ley natural. Fue un argumento favorito durante el siglo XVIII, especialmente bajo la influencia de Sir Isaac Newton y su cosmogonía. La gente observó los planetas que giraban en torno del sol, de acuerdo con la ley de gravitación, y pensó que Dios había dado un mandato a aquellos planetas para que se moviesen así y que lo hacían por aquella razón. Aquella era, claro está, una explicación sencilla y conveniente que evitaba el buscar nuevas explicaciones de la ley de la gravitación en la forma un poco más complicada que Einstein ha introducido. Yo no me propongo dar una conferencia sobre la ley de la gravitación, de acuerdo con la interpretación de Einstein, porque eso también llevaría algún tiempo; sea como fuere, ya no se trata de la ley natural del sistema newtoniano, donde, por alguna razón que nadie podía comprender, la naturaleza actuaba de modo uniforme. Ahora sabemos que muchas cosas que considerábamos como leyes naturales son realmente convenciones humanas. Sabemos que incluso en las profundidades más remotas del espacio estelar la yarda sigue teniendo tres pies. Eso es, sin duda, un hecho muy notable, pero no se le puede llamar una ley natural. Y otras muchas cosas que se han considerado como leyes de la naturaleza son de esa clase. Por el contrario, cuando se tiene algún conocimiento de lo que los átomos hacen realmente, se ve que están menos sometidos a la ley de lo que se cree la gente y que las leyes que se formulan no son más que promedios estadísticos producto del azar. Hay, como todos sabemos, una ley según la cual en los dados sólo se obtiene el seis doble aproximadamente cada treinta y seis veces, y no consideramos eso como la prueba de que la caída de los dados esté regulada por un plan; por el contrario, si el seis doble saliera cada vez, pensaríamos que había un plan. Las leyes de la naturaleza son así en gran parte de los casos. Hay promedios estadísticos que emergen de las leyes del azar; y esto hace que la idea de la ley natural sea mucho menos impresionante de lo que era anteriormente. Y aparte de eso, que representa el momentáneo estado de la ciencia que puede cambiar mañana, la idea de que las leyes naturales implican un legislador se debe a la confusión entre las leyes naturales y las humanas. Las leyes humanas son preceptos que le mandan a uno proceder de una manera determinada, preceptos que pueden obedecerse o no; pero las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren realmente las cosas y, como son una mera descripción, no se puede argüir que tiene que haber alguien que les dijo que actuasen así, porque, si supusiéramos tal cosa, nos veríamos enfrentados con la pregunta «¿por qué Dios hizo esas leyes naturales y no otras?», si se dice que lo hizo por su propio gusto y sin ninguna razón, se hallará entonces que hay algo que no está sometido a la ley, y por lo tanto el orden de la ley natural queda interrumpido. Si se dice, como hacen muchos teólogos ortodoxos, que, en todas las leyes divinas, hay una razón de que sean ésas y no otras —la razón, claro está, de crear el mejor universo posible, aunque al mirarlo uno no lo pensaría así—; si hubo alguna razón de las leyes que dio Dios, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por lo tanto, no hay ninguna ventaja en presentar a Dios como un intermediario. Realmente, se tiene una ley exterior y anterior a los edictos divinos y Dios no nos sirve porque no es el último que dicta la ley. En resumen, este argumento de la ley natural ya no tiene la fuerza que solía tener. Estoy realizando cronológicamente mi examen de los argumentos. Los argumentos usados en favor de la existencia de Dios cambian de carácter con el tiempo. Al principio, eran duros argumentos intelectuales que representaban ciertas falacias completamente definidas. Al llegar a la época moderna, se hicieron menos respetables intelectualmente y estuvieron cada vez más influidos por una especie de vaguedad moralizadora. 

El argumento del plan

El paso siguiente nos lleva al argumento del plan. Todos conocen el argumento del plan: todo en el mundo está hecho para que podamos vivir en él, y si el mundo variase un poco, no podríamos vivir. Ese es el argumento del plan. A veces toma una forma curiosa; por ejemplo se arguyó que los conejos tienen las colas blancas con el fin de que se pueda disparar más fácilmente contra ellos. No sé cómo verían los conejos esta aplicación. Es fácil parodiar este argumento. Todos conocemos la observación de Voltaire de que la nariz estaba destinada a sostener las gafas. Esa clase de parodia no ha resultado tan desatinada como parecía en el siglo XIII, porque, desde Darwin, entendemos mucho mejor por qué las criaturas vivas se adaptan al medio. No es que el medio fuera adecuado para ellas, sino que ellas se hicieron adecuadas al medio, y esa es la base de la adaptación. No hay en ello ningún indicio de plan.  
Cuando se examina el argumento del plan, es asombroso que la gente pueda creer que este mundo, con todas las cosas que hay en él, con todos sus defectos, fuera lo mejor que la omnipotencia y la omnisciencia han logrado producir en millones de años. Yo realmente no puedo creerlo. Creen que, si tuvieran la omnipotencia y la omnisciencia y millones de años para perfeccionar el mundo, ¿no producirían nada mejor que el Ku-Klux-Klan o los fascistas? Además, si se aceptan las leyes ordinarias de la ciencia, hay que suponer que la vida humana y la vida en general de este planeta desaparecerán a su debido tiempo: es una fase de la decadencia del sistema solar; en una cierta fase de decadencia se tienen las condiciones y la temperatura adecuadas al protoplasma, y durante un corto período hay vida en la vida del sistema solar. La luna es el ejemplo de lo que le va a pasar a la tierra; se va a convertir en algo muerto, frío y sin vida. 
Me dicen que este criterio es deprimente, y que si la gente lo creyese no tendría ánimo para seguir viviendo. No lo creo; es una tontería. Nadie se preocupa por lo que va a ocurrir dentro de millones de años. Aunque crean que se están preocupando por ello, en realidad se engañan a sí mismos. Se preocupan por cosas mucho más mundanas, aunque sólo sea una mala digestión; pero nadie es realmente desdichado al pensar lo que le va a ocurrir a este mundo dentro de millones de años. Por lo tanto, aunque es una triste opinión el suponer que va a desaparecer la vida —al menos, se puede pensar así, aunque, a veces, cuando contemplo las cosas que hace la gente con su vida, es casi un consuelo—, no es lo bastante para hacer la vida miserable. Sólo hace que la atención se vuelva hacia otras cosas.
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Todas las sombras, numeración