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domingo, 1 de diciembre de 2013

La justicia que tenemos

Por: David Quiceno

Todas las sombras, La justicia que tenemos

Las democracias tienen, todas, grandes problemas de gestión. Uno de los más serios es que la época electorera (la renovación o, con más frecuencia, la confirmación de funcionarios en los mismos puestos) cambia el panorama administrativo. Esto es especialmente grave en un país con los niveles de corrupción y apatía política que tiene Colombia. En una sociedad despierta tienden a mejorar los índices: la policía sale a las calles, el Congreso aprueba leyes rimbombantes y la economía, en más de una ocasión, recibe soplos inesperados: disminuciones en las tasas de interés y desempleo o aumentos súbitos del gasto público en áreas poco comunes. Buscando votos aparecen, en tropel, los gobernantes y las medidas que en otro tiempo se eclipsan con reinados y partidos de fútbol. Si bien esto a menudo proviene de peripecias estadísticas, da para crear la sensación de que se vive un buen año.
En Colombia no. Nuestro país pasa por uno de esos casos donde el Congreso se ha dado el lujo de recortar su período y, tomándose el primer año para instalar las sesiones y el último para hacer campaña, cobran por cuatro legislando dos. Como la navidad, que desde hace años empezaba en noviembre y de un tiempo para acá se pueden ver guirnaldas y luces intermitentes a mediados de octubre, nuestro Congreso ha dejado claro que el segundo período de 2013 y el primero de 2014 serán áridos. Que no se atreva nadie a llegar con debates complejos, con temas que haga falta discutir. Dos períodos (un año legislativo) no son suficientes. En el Capitolio, por estas fechas, sólo se oyen murmullos. Porque hay que hacer campaña, repartir afiches y aguardiente, sonrisas y lechona en cuanto pueblo alcancen las Toyota blindadas de que disponen. De allí que sorprendiera cuando, a principios de noviembre, el gobierno habló de presentar una nueva reforma a la justicia.
No es que no la necesitemos, pero este no es un país que suela aprovechar las coyunturas en beneficio de sus ciudadanos. Después del texto reversado en 2012 falta uno nuevo para dejar en firme la nivelación salarial que dió origen a los sucesivos paros en 2012 y 2013, y falta ajustar los recursos para hacer aplicable el sistema a que nos condenó el gobierno de Álvaro Uribe: el penal acusatorio. Pero eso es lo que menos preocupa a los congresistas, sus instancias judiciales (la Corte Suprema y el Consejo Superior) no son las que adolecen de bajo presupuesto. Si lo hicieran, incluso, tendrían en ello una fuerte carta para negociar. Eso por hablar del par de dolencias que confiesa el gobierno, “esfuerzos administrativos y presupuestales insuficientes para lograr sostenibilidad” y “dificultad en la coordinación de la oferta”. Pero una reforma seria debería replantear los inconvenientes del mismo sistema, que son muchos. Entre ellos uno que conocemos por los dramas de Hollywood: que para atrapar a criminales de alto rango los fiscales negocian penas irrisorias con los ejecutores, de menor importancia política. Y uno derivado, no tan popular en las películas: que la gente suele aceptar culpabilidades que no tiene. Si un fiscal le llega a un inocente con una prueba circunstancial y le dice que puede aceptar un trato por tres años de cárcel, o ir a juicio y arriesgarse a veinte, en un país donde los buenos abogados cuestan y los derechos son del que puede defenderlos, la lógica dice que muchos aceptarán. El Colombiano, un periódico de derechas, recoge unos cuantos adicionales. El primero es que el sistema penal acusatorio facilita el “abuso de las suspensiones y los aplazamientos de las audiencias orales y la lectura de las intervenciones”. También resultan problemáticas las particularidades del entorno local, por un lado el exceso de legislación y por otro la consabida deficiencia de presupuesto. Es decir: con la introducción del nuevo sistema creció la normatividad y no los recursos asignados.
Nuestro modelo judicial está entre los peores del mundo: uno de los más corruptos, arruinados, proveedor de condenas inmerecidas y, según el Banco Mundial, el sexto más lento. Para entablar un debate serio, el año electoral sería ideal. Los senadores, próximas las votaciones, no se podrían arriesgar a otra vergüenza como la de 2012. El Presidente, candidato a reelección, haría lo que esté a su alcance por pasarla, incapaz de soportar otro revés como los que viene teniendo (en seguridad, en justicia, en educación, en agricultura..). La discusión no sólo tendría que darse hasta el final, sino que se daría con un mínimo de decoro, pues la cercana medición obligaría a los políticos a moderar sus picardías. Esto es: si la colombiana fuera una democracia activa, con electores críticos, y los gobernantes ejecutores dispuestos a pasar proyectos en el momento en que se debe y no en el que es ‘políticamente correcto’. Pero no lo son, y por eso se dan gusto vendiendo titulares plagados de ideas que no pretenden llevar a cabo.
Leo veinte días después que el ministro Gómez Méndez declara que presentará la reforma, pero que no piensa tramitarla en el primer periódo de 2014, sino dejar para que la apruebe el próximo Congreso. Un Congreso que, recién elegido, podrá hacer con ella lo que quiera: en cuatro años todo se olvida. Con eso el interés vuelve a ser exclusivo del único tema que todos sabemos no es posible resolver en lo que queda del mandato: la paz; y los candidatos estarán llenando sus campañas de banderitas de 'la quiero', 'no la quiero' y 'lo pensaría'. Por gracias como esta se profirió esa frase que le atribuyen a Bernard Shaw, según la cual a los políticos y a los pañales los cambiamos seguido, por la misma razón. En esas estamos. Ojalá y le buscáramos alguna utilidad. Eso sí, hay que asistir a los mítines, seguro habrá natilla y buñuelos