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domingo, 15 de diciembre de 2013

Contra el misticismo cuántico

Por: David Quiceno



Calificación:
Todas las sombras - Contra el misticismo cuántico

Una farsa. Un rosario de especulaciones medio chamánicas, medio gurúicas, presentadas como ciencia. Eso es ‘What the bleep do we know!?’, el docudrama de 2004 sobre… ¿sobre qué? ¿Las dificultades de ser sordomudo? ¿Las adicciones? ¿La colorida imaginación de un grupo de profesores? ¿La física cuántica? ¿La conciencia? ¿Las ventajas de ser positivo? ¿La existencia inminente de Dios? No sabe uno. Está todo presentado tan a la ligera, tan desperdigado, que no queda claro. Leo que, a desprecio de todos sus defectos, -las pésimas actuaciones, la ausencia de documentos, el exceso de exclamaciones- se ha convertido en un éxito de ventas, lo que llaman un ‘sleeper hit’, del que no se esperaba mucho y terminó recaudando nada menos que dieciséis millones de dólares. Para eso está hecha, como las novelitas de Paulo Coelho, como los secretos de Rhonda Byrne, como los doctorados de Edgar Morín. Pero más que nada, de entre todos los libros de supermercado, se parece a los cotilleos de Deepak Chopra, el médico conferencista del ‘new age’. Como en los artículos del hindú, el principal escudo de toda la línea de pensamiento es la ignorancia del espectador. La adaptación al español del título ya nos lo predice: ‘¿¡Y tú qué sabes!?’. Porque eso es lo que se busca: adeptos que ni sepan ni corroboren. Queremos entonces un tema que la mayoría no domine, que pocos puedan desmentir y que, a la vez, nos preste su reputación para presentar como incuestionables las más descabelladas nociones. ¿A quién todos respetan como autoridad intelectual, aunque no lo entiendan? A los matemáticos del universo invisible: Planck, Einstein, Heisenberg. Se suman un par de tarjetas con la etiqueta PhD y el público termina bebiendo como de la fuente misma de la sabiduría. Veamos lo que falla. 

La existencia de realidades paralelas:

Una de las exageraciones a las que la película dedica grandes porciones de la trama es la presentación del mundo como un universo sincrónico de otros. Es decir: un multiverso, como el de Marvel o el de DC Comics en los que coinciden Superman y Batman, Deadpool y Doctor Who, Wolverine, Iron Man y los Gemelos Fantásticos. Que los mencione no es aleatorio, porque es lo que quiero decir: esto es cosa de muñequitos, de ficción. Para la mecánica cuántica la existencia de múltiples universos es apenas una hipótesis que permite resolver algunos interrogantes, creando otros. Pero no tenemos una base sólida para considerar que nuestra realidad funcione así y, por lo tanto, hace falta cierta desvergüenza para pregonar la idea como una verdad comprobada. Muchos supuestos de las ciencias naturales han sido desvirtuados con el paso de los siglos, incluso los más serios. Para ejemplo: la gravitación universal de Newton, que se ha refutado de varias maneras. La primera desde su mismo campo, propuesta por los relativistas, que dicen que lo que conocemos como gravitación es “una ilusión del espacio tiempo, que deforma la geometría de la tierra y da la apariencia de que somos atraídos hacia ella”. Existen, también, críticas de razón. Hay una presunta incompatibilidad de conceptos como la tercera ley de Newton (toda acción tiene una reacción equivalente) y el libre albedrío (la ilusión de libertad). El célebre profesor de Berkeley, John Searle, lleva algunos años ocupándose del asunto. Otra crítica de razón es la causalidad, que aplica sobre el principio de atracción: no es posible observar, medir o inferir la fuerza entre dos objetos a distancia que no se tocan. Las realidades y las posibilidades no son lo mismo, y los directores de ‘What the bleep’ parecen olvidarlo. Que para la solución de una ecuación se requieran ciertas condiciones no quiere decir que funcionen en el absoluto. 

El viaje en el tiempo:

Sin ningún empacho el filme nos dice que el viaje en el tiempo está comprobado por la mecánica cuántica, y no es cierto. Es cierto que tras siglos de trabajar con la noción propuesta por Kant que regulaba el tiempo como una convención equivalente para todo observador, Einstein propuso que, en determinadas circunstancias, el tiempo transcurre más despacio. En determinadas circunstancias como la velocidad de la luz, que estamos lejos de alcanzar. Una inferencia lógica que de allí se desprende es que, si algo viaja a suficiente velocidad, puede percibir que pasan algunos minutos mientras para los demás observadores transcurren horas. En teoría: un viaje al futuro. Pero la versión contraria que presenta ‘What the bleep’, de hacer que el universo entero retroceda a un estado previo, no es ni siquiera una hipótesis. La ausencia de turistas del futuro, dice Stephen Hawking, lo confirma. Algo tiene que indicar sobre la calidad del documento el que se presente como un hecho que no sólo podemos movernos en diferentes realidades, sino que podemos ir hacia atrás y hacia delante, como omnipotentes hechiceros. 

La intención y el pensamiento positivo:

Hacer sentir al espectador poderoso, capaz de controlar la realidad, es precisamente la pretensión de ‘What the bleep’ y es, en parte, lo que le da buena acogida: la autoayuda, el autoelogio, la masturbación mental goza de una gran audiencia. Pero no son ciencia, aunque finjan de tal, y no deben tomarse en serio, aunque nos sonría el corazón (¿el corazoncito?) haciéndolo. Dos son las premisas en esta sección: que existe una conexión entre todos los componentes del universo y que, dado que existe y que nuestra voluntad es uno de ellos, lo que pensamos puede alterar la realidad. Para reforzar el concepto aparece una mujer vestida de arcoíris a repetir que “cada una de las células de nuestro cuerpo posee conciencia”. Mientras discurre, unas animaciones gelatinosas hacen gracias en la pantalla: se mueren de hambre, se enojan, se excitan, se golpean, se desean, se persiguen, se besan. En otro punto se exponen fotografías microscópicas del agua, a cargo de un japonés doctorado en medicina alternativa, Masaru Emoto. Unas de hexágonos simples, cristales en su estado puro, según dicen. Otras horrendas, afectadas por el pensamiento negativo. Y unas terceras bellísimas, como lo que imaginamos es un perfecto copo de nieve, transmutadas por la bendición de un monje o por la inspiración del amor y la calma. ¿Si el pensamiento es capaz de hacerle eso al agua -nos preguntan-, qué no podrá hacer con nosotros?


Tres cosas qué decir. Primero: esto ya no son intrincadas ecuaciones que sólo un puñado de personas puede resolver (aunque ninguno de los argumentos lo es, hasta los físicos más enigmáticos saben escribir, otros dedican buena parte de su carrera a presentar las implicaciones de lo desarrollado, como Carl Sagan o el mismo Hawking), sino ciencia de difusión, de la que interesa y sale en periódicos. Ni la conciencia ni las intenciones han sido encontradas en el mundo físico, y eso lo sabe cualquiera que consulte con regularidad un entorno de reflexión más o menos prudente. Se lo oí hace poco, en el TED CERN, al mencionado John Searle: en gran medida el fracaso de la robótica está dado por no haber podido definir, ni por lo tanto replicar o duplicar, cualquier vestigio de conciencia. Creemos que está por allí, pero somos incapaces de decir qué o dónde. 
Segundo. Leo que la mujer, Candace Pert, es neurobióloga especializada en farmacología y que su propuesta va en la línea de que si la conciencia está en las personas, y las personas están compuestas de células, entonces la conciencia está en las células. En palabras más comerciales, lo que le gusta repetir a los gurús de todos los ámbitos, entre ellos a Deepak Chopra: “el todo es las partes y las partes son el todo”. Como recurso literario esto puede tener alguna fuerza, ¿pero como hipótesis en la academia? Empiezo a sentir que me repito, pero aceptar que algo está conectado (lo cual es razonable), no implica aceptar que ambas cosas son iguales. No está mi televisor en la electricidad ni la electricidad es mi televisor. Si la conciencia estuviera compuesta por la materia de que estamos hechos a lo mejor bastaría clonar alguna porción de tejido e implantarlo a una máquina para transmitirle nuestra vida. O bastaría, como creen algunas comunidades remotas, con ingerir el corazón de otra persona para hacernos con su esencia y sus pensamientos. Nada hay (aparte de ficción y santería) que nos dé el más mínimo indicio de que esto sucede. 
Tercero. Al mundo le pasan cosas y, como no podemos controlarlas, creemos que están destinadas a suceder. Nos pasan y creemos que nuestro poder de decisión es nulo, que una mano invisible tiene definidos los acontecimientos desde el día en que vemos la luz hasta el momento de la muerte. Ese es, a grandes rasgos, el golpe que le da el determinismo al concepto de libre albedrío. No voy a pretender que tengo la respuesta, pero sé que el documental tampoco. Lo que plantea ‘What the bleep’ es la oposición total a la causalidad: todo lo decidimos, todo lo influimos, somos tan libres que no somos partes sino el universo entero. En esto hay una falacia evidente: la confusión de la libertad y la voluntad. Libertad es la capacidad de tomar decisiones en una brecha que se nos abre, de a pocos y sólo para algunas cosas, que nos permiten ir hacia la izquierda o la derecha, vestir la camisa naranja o la azul a cuadros. Pero la voluntad es el puro deseo, las ganas de que algo sea de una forma o de otra. Y por mucho que queramos, es una tontería pensar que todas y cada una de las voluntades de nuestro mundo ejercen influencia sobre lo que sucede. No sucedería nada, en ese caso, en espera de la votación universal para ver si las voluntades quieren o no que salga el sol. 

Los entrevistados:

Atiborrado de sinsentidos como está el producto, lo primero que uno tiende a pensar es que lidiamos con irresponsables que decidieron interpretar, a la buena de Dios, los dilemas más complejos de la existencia. Pero esta gente se juega sus títulos, y en más de un caso su prestigio como profesores: está la neurobióloga de la John Hopkins y el físico nuclear de la Universidad de Oregon, el anestesiólogo de la Arizona, el psiquiatra del MIT y el ingeniero de Stanford. Son graduados y no simples ‘expertos’ o ‘especialistas’, como suelen declararse los charlatanes que, sin nada que perder, buscan sacar algún dinero de la controversia mentirosa que generan sus ideas. Sólo David Albert, un filósofo con aire transilvano de la Universidad de Columbia, se declaró avergonzado del material resultante y acusó a los directores de haber editado tendenciosamente las declaraciones para ajustarlas a su propia agenda.
Así, la película termina siendo un golpe a los que se consideran los grados académicos superiores. Si uno sale de un doctorado así de equivocado, ¿qué sentido tiene hacerlo? ¿Qué dificultad representa aprobarlo? Aunque me falta decir algo: en el reparto también está la clave para la flagrante estupidez. Los dos integrantes con mayor despliegue en el filme son Joe Dispenza, quiropráctico a medio camino entre Chavelo y Oliver Hardy; y Judy Zebra Knight, una rubia de labios protuberantes que se presenta como ‘master teacher’ (maestro de maestros), eufemismo grandilocuente para lo que en realidad vende: ‘spiritual guide’ (guía espiritual). A estos curiosos personajes los conecta una institución: la Ramtha’s School for Enlightment (Escuela de Ramtha para la Iluminación). ¿Y quién es Ramtha, que no la vemos en la película? Una revelación. Una entidad de 35.000 años, dice Knight, que en 1977 se le apareció para contarle “cómo se hacía la realidad”. Ya que ella tuvo la suerte de registrar la aparición terminó fundando y dirigiendo la escuela. Tres de sus discípulos son los directores del documental. 

Los que he mencionado son sólo unos de los tantos elementos flojos de esta farsa. Sé, por ejemplo, que la anécdota sobre los indios incapaces de ver las naves de Colón no es cierta. Tampoco es cierto el supuesto estudio realizado en Washington donde a partir de 4.000 personas meditando se logró una reducción en la tasa de crimen (¿cuál?) del 25% . Del objeto que está en dos lugares a la vez, y que se puede ver en “numerosos laboratorios a lo largo de Estados Unidos” no encuentro ninguna información. Sé que la referencia al colapso de la función de onda (las pelotas de baloncesto) emplea una falacia que confunde al observador con el determinante, e incluso sé que mienten en los puros detalles, como que el cuerpo humano es 90% agua. 
Hablando de agua leo que Masaru Emoto, el dueño del estudio microscópico sobre la influencia de las palabras y los pensamientos en los cristales, vive en el descrédito por acomodar los resultados de sus experimentos. Como no ha logrado probar nada, vende calendarios en Facebook, a 29 dólares la pieza.