Por: Fernando Libreros
Todavía no
ha sido enterrado Mandela y la derecha inglesa, por lo que se refiere a su
línea dura, ha dejado claro que sigue apegada a la concepción Thatcheriana de
que Mandela y el Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés)
eran terroristas. Unos cuantos arrepentidos, por lo menos en apariencia, no son
suficientes para cambiar la orientación partidista reaccionaria y dinosáurica de los Tories. Lord Tebbit dijo que Mandela “era el
líder de un movimiento político que había comenzado a recurrir al terrorismo”,
mientras que Terry Dickens lo comparó con terroristas de Al-Qaeda y no le
pareció mala posibilidad que lo hubieran ejecutado. ¿Tiene algún fundamento este
odio, aunque el mundo democrático no lo justifique, como lo demuestra el Premio
Nobel de paz, y el de su colaborador Desmond Tutu, más la aceptación política
del Congreso, más todas las muestras de cariño que vemos hoy por todos lados,
despidiéndolo como un héroe?
En un buen artículo de Patricia Lee que publica el diario El País, llamado ‘Las Dos Caras de Mandela’, se dice que “el fallecido líder sudafricano, famoso por
su resistencia no violenta, en un momento apoyó la resistencia armada como
forma de lucha contra el Apartheid”. Según precisa Lee, “en sus comienzos Mandela fue el
representante del ala más radical del Congreso Nacional Africano”. No
obstante, Mandela será más recordado por la metamorfosis que describe el
escritor sudafricano Zakes Mda, en palabras que cita Lee: “salió de la cárcel hablando de compasión e inclusión, me sorprendió su
tono de tolerancia y reconciliación, habiéndolo conocido en los años 50, cuando
era un revolucionario que respiraba fuego, muy alejado del benévolo hombre de
Estado en que se convirtió”. Como en la obra de Shakespeare, está bien lo
que bien termina y el que Mandela haya conseguido pacíficamente su objetivo de
lograr la igualdad legal de negros y blancos (aunque la discriminación e
injusticia continúen en niveles compatibles con los de las democracias
promedio) de alguna manera ha justificado ante los ojos del mundo que en alguna
ocasión haya pensado en recurrir a medios no pacíficos, lo cual fue la base
legal para su ingreso a prisión. Pero eso es lo que no perdona la derecha de
Inglaterra, para la que el muerto que hoy el mundo llora es un simple
terrorista, con Premio Nobel de la Paz y todos los adornos que uno pueda
pensar. La derecha inglesa, a juzgar por sus propias palabras, lo habría
colgado con más gusto y con más razones que aquellas por las que colgaron a Sir
Roger Casement, el héroe que denunció los genocidios de El Congo y de las
caucherías de Arana en el Amazonas.
Ya que Desmond Tutu decía que el ejemplo de Mandela puede servir para
Colombia, podría uno preguntarse hasta qué punto la derecha colombiana es más
razonable con los opositores que la inglesa, que fue incapaz de perdonar a un
hombre que Tutu describe, no como santo, pero sí como santificado por su
capacidad de inspirar a otros en los más altos valores del espíritu. Por lo
pronto sabemos que por tradición la derecha colombiana (el centro parece no
existir, excepto por la cúpula de los intelectuales y uno que otro político) no
acaba de perdonar a quienes como Petro y Navarro Wolf dejaron las armas y lograron
conquistar escaños en el Congreso y puestos en la administración; sueña tras
bambalinas con una marcha hacia atrás de la historia y con resucitar el
genocidio de la Unión Patriótica, y lucubra con hacer listas negras en las que
figurarían no solo los izquierdistas sino demócratas que de alguna manera –por valentía
o terquedad- sean opositores invulnerables a las amenazas de la ultraderecha.
Si Mandela y la izquierda colombiana, mutatis
mutandi, comparten el pecado original de haber avalado la vía armada, ¿será
que hubiera sido mejor jamás pensar en levantar una sola mano contra la santa
burguesía y el sacrosanto Estado, a pesar de la injusta situación denunciada
por Gaitán en los albores de la Violencia? De esa manera, quizá, la izquierda colombiana
no sería tan odiada por la derecha y Mandela, por su lado, hubiera tenido el
apoyo de la derecha inglesa, que consideró posible haber evitado ese inútil
alboroto de “yo-viví-27-años-en-prisión”
que se asocia a su lucha por la liberación del régimen del Apartheid. La
respuesta la da la misma historia de Mandela y de Sudáfrica.
Hablar mucho y pedir derechos no sirve de gran cosa cuando los
autocomplacientes dueños del mundo quieren ser sordos, pues se sienten muy
seguros de su poder y su capacidad de compasión la aplican solo a sus mascotas.
Sobre el Congreso Nacional Africano dice Lee: “fundado en 1918 por negros intelectuales y de clase media, peleaba por
la igualdad racial, pero se limitaba a mandar cartas y peticiones respetuosas
que no lograban ningún resultado”. Por el contrario, la segregación se
incrementa en 1948, cuando llega al poder el Partido Nacional blanco y comienza
a instrumentar el régimen de Apartheid. En reacción, aparece en 1951 la Rama
Juvenil del CNA, presidida por Mandela, con un programa de resistencia pasiva
inspirado en la Satyagraha de Mahatma Gandhi. Desde entonces, 1952, Mandela es
catalogado como comunista, es llevado a juicio y se le impone sentencia (que
fue suspendida). Para 1961 Mandela y sus seguidores fundan una organización
armada llamada Umkhonto we Sizwe (La Espada de la Nación) por la que debe
escapar del país. Las razones de semejante salto no dejan de tener resonancias anti-establecimiento
que son comunes a la gran mayoría de los movimientos guerrilleros de América
latina, por entonces bajo influencia de la Revolución Cubana: “cincuenta años de no violencia no han traído
al pueblo africano nada más que mayor represión y menores derechos” decían
Mandela y asociados. Y precisaban: “como
la violencia en este país es inevitable, no sería realista que los dirigentes
africanos continuaran predicando la paz y la no violencia cuando el gobierno
responde a nuestras demandas pacíficas con la fuerza”. Todavía en 1985,
dice Lee, cuando le ofrecieron a Mandela salir de prisión, éste insiste en que
había apoyado la lucha armada “sólo
cuando las demás formas de resistencia se cerraron”. Visto todo el proceso
en perspectiva, un observador desprejuiciado no puede postular que en Sudáfrica
y en Colombia, ahora y siempre, lo correcto es dejarse manipular
indefinidamente por el Estado, sino que aquí y allá el Estado debe prestar
atención a las demandas justas para que la gente no tenga que llegar a la lucha
armada. Mejor prevenir que curar. Después de todo, como decía Ho Chi Minh, la violencia no es más que la
razón exasperada.
En el caso colombiano, ya que el pecado de la violencia ha
sido cometido (y no sin complicidad del Estado), lo mejor no es imaginar que
nunca debió de haber sucedido y cultivar una sed inextinguible de venganza sino
pensar de qué manera podemos evitar que se siga presentando hacia el futuro,
creando un país más justo y con mayores opciones de participación política y de
resolución de los problemas sociales que a todos atañen. De otra manera,
tendría uno que pensar que si bien es cierto que la izquierda es parcialmente
culpable de haber transitado tanto tiempo por el camino de la violencia, es
propiamente la derecha la que hace imposible terminarla por poner demasiadas
condiciones a una paz que ella misma quebrantó, más que con balas, convirtiendo
al pueblo en un ejército de ignorantes, hambrientos y enfermos, muchos sin nada
más que sus harapos para sobrevivir la noche, que parece nunca alcanzar el día.
Y ahora le quiere echar la culpa al presidente que más ha hecho por cerrar la
sangrienta brecha que separa a los que nada tienen de los que tienen casi todo.
¡Qué belleza de compatriotas!